¿Qué pensaría usted si en los próximos días empresas de telecomunicaciones, de distribución o transmisión eléctrica, gas, agua potable, concesionarias de carreteras, hospitales, cárceles o de defensa penal deciden no otorgar determinado tipo de prestaciones a usuarios específicos, a pesar de que la ley y los contratos suscritos con el Estado las obligan a prestar servicios públicos? ¿Y que le parecería si el argumento que ofrecen es que pueden hacerlo porque son objetores de conciencia, dado que el Tribunal Constitucional (TC) ha señalado que la objeción de conciencia es un derecho que la Constitución también garantiza a las personas jurídicas?
Planteado así pareciera un exceso, sobre todo con las interpretaciones que algunos destacados intelectuales de derecha como Claudio Alvarado y Daniel Mansuy han realizado, a raíz del veredicto del TC que acogió el requerimiento contra uno de los artículos del reglamento de aborto en tres causales. Específicamente, el que señalaba —producto de un dictamen de la Contraloría— que quienes tenían convenios de encomendación de acciones suscritos con el Estado no podían invocar la objeción de conciencia institucional. La tesis que han planteado es que existe una cierta manera de comprender lo público sin rendirle “pleitesía al Estado”, que tiene por finalidad disponer de una sociedad civil plural y vigorosa.
Pero lo que se debate acá no es eso. Su interpretación, además de extensiva, es equivocada. Es cierto que una sociedad democrática sólida requiere de grupos intermedios que garanticen pluralidad y que converjan con el Estado en la búsqueda de soluciones públicas sin coacciones indebidas; pero otra cosa distinta es el modo en que entregamos servicios públicos a los ciudadanos, de modo continuo, regular y no discriminatorio. Para evitar que en ese tipo de asuntos sólo debamos recurrir al Estado —que es lo que preocupa a Alvarado y Mansuy—, los privados, que participan voluntariamente de esas actividades, deben someterse a las obligaciones propias de las prestaciones de servicios públicos.
¿Es el caso de la red pública de salud un asunto distinto? No. Como he señalado en otro momento, el privado que suscribe contratos —una regla que data de 1981 y luego aplicada en general por otra de 1986— “sustituye” al Estado e inevitablemente restringe la objeción de conciencia institucional, pues de lo contrario se desnaturalizarían las obligaciones de servicio público. Por eso, lo que está en juego en estos casos es algo menos sofisticado que la pluralidad de preferencias morales o la autonomía de los grupos intermedios, sino una simple cuestión de Derecho Administrativo: la operación eficaz de prestaciones de servicio público que el sistema institucional garantiza a todos los ciudadanos.