La semana pasada, en la presentación de la propuesta para la creación de una Agencia de Diálogo Territorial —un proyecto en que trabajaron diversos sectores de la sociedad civil—, el dirigente social Mario Orellana recordó a las familias de Puchuncaví y Quintero. En sus palabras resumió el nudo del problema: quizás es legal que las empresas que están operando en la zona cumplan con las normas, pero lo que ha sucedido ahí es inmoral. Minutos más tarde, el ministro de la Corte Suprema Sergio Muñoz recordó que cumplir la ley no es “puerto seguro para los inversionistas”, un mensaje dirigido también al Estado.
Con eso quizá quería recordar casos como Bajos de Mena o el Conflicto del Plomo en Arica, en los que los tribunales obligaron al Estado a pagar indemnizaciones —simbólicas por lo demás— por haber tolerado durante largos años problemas de contaminación provocados por sus erráticas actuaciones. O también la llamada “batalla de Tiltil”, el movimiento social de 2017 en otra de las denominadas «zonas de sacrificio», espacios territoriales en que el Estado impone gravámenes locales para la realización de actividades industriales que benefician a la sociedad, pero cuyos perjuicios sólo deben soportar algunos, habitualmente las comunidades más vulnerables. En distintas partes del mundo, frente a situaciones similares, los jueces han señalado que un sistema legal no puede tolerar discriminaciones de ese tipo.
¿Es sensato esperar que sean los tribunales los que deban resolver estos problemas de modo permanente? Evidentemente no. Como sostuvo el propio ministro Muñoz tiempo atrás, cuando arreciaban las críticas al Poder Judicial por su “activismo” frente a los proyectos de inversión, “el juez debe resolver un problema pero no podrá remediar el conflicto. Esto último es tarea de la política”.
Es ahí donde está el principal inconveniente: incluso siendo optimistas, problemas como estos sólo pueden logran soluciones judiciales acotadas. Las medidas de urgencia pueden eventualmente sortear emergencias, pero no resolverán la inequidad estructural que las afecta y que el propio Estado ha provocado por décadas. Por eso la política es importante, porque sin soluciones legislativas y administrativas —coherentes e integradas—, que soluciones legislativas y administrativas —coherentes e integradas—, que permitan abordar los pasivos ambientales, asistir a las familias que han sido afectadas por largo tiempo, reestructurar la compatibilidad entre las actividades en dichas zonas, y promover el diálogo simétrico entre comunidades, empresas y Estado, seguiremos exactamente en el mismo punto: resolviendo problemas, pero no el conflicto, y con ello degradando la dignidad, la confianza y la lealtad democrática.