Hace algunos días, el ministro Gonzalo Blumel señaló que se ha producido “un divorcio entre la técnica y el debate político”, para referirse a lo que él considera la ausencia de criterios que respalden varias iniciativas en discusión en el Congreso. Sus declaraciones se dan en el contexto de la conmemoración de los diez años de la muerte del exministro Edgardo Boeninger, quien es, según él mismo ha reconocido un inspirador de su gestión.
El ministro olvida, sin embargo, que parte de ese divorcio es responsabilidad del propio Gobierno. Ejemplos abundan. Por lo pronto, el sello que tempranamente impuso el Presidente Piñera en su primera administración, cuando, tras rechazar un proyecto de inversión con una simple llamada telefónica, señaló que la última palabra siempre la tienen los políticos. O las declaraciones de la ministra Cubillos cuando afirmó que el país estaba aburrido de los expertos. Pero quizás la inconsecuencia más evidente está en la agenda que la administración promueve sobre el control de identidad a menores de edad un asunto en que la evidencia demuestra todo lo contrario a lo que ha sostenido el Ejecutivo.
El divorcio al cual hace referencia Blumel es resultado de una crisis transversal de la clase política, que es incapaz de comprender los vertiginosos cambios que afectan a la sociedad. El aumento en la complejidad de los problemas públicos, la aceleración de las transformaciones producto de la tecnología y el crecimiento del conocimiento científico, que nos ha permitido tener con rapidez una gran cantidad de diagnósticos pero que ha superado nuestra capacidad para elaborar soluciones, son solo ejemplos de esto.
La incertidumbre provoca inevitablemente conflicto y la política actúa con torpeza al tratar de abordarla, cayendo en parálisis o populismo, especialmente cuando las personas piden acciones eficaces del Estado frente a un futuro incierto.
La pretensión de que cada problema deber ser abordado en su integridad, para lo cual la técnica puede proveer la información y sólo después de eso avanzar, una idea propia de un modelo incremental de progresos marginales en políticas públicas —en el cual da lo mismo quién gana las elecciones porque siempre requerirá de un consenso mayor—, olvida con facilidad que hay contingencias que la relación técnica-política no puede resolver. Blumel prefiere no ver esta situación y trata de convocarnos a que funcionemos como si estuviésemos en los noventa.
Esa pretensión es ingenua. Las razones que explican el éxito de Boeninger y su generación son difícilmente replicables hoy. No solo porque la complejidad y tipo de los problemas públicos cambiaron, sino porque, de algún modo, esa generación tenía una deuda consigo misma, por la forma en que contribuyeron a sepultar nuestra democracia.