Con la certeza de la fecha de instalación de la Convención Constituyente, y la inminencia de las primarias presidenciales, los comandos de los candidatos han comenzado la exposición de sus programas, es decir, los anuncios, objetivos y medios que están en cada propuesta de gobierno.
Aunque para algunos estos tiempos parecieran desalentadores, porque primaría la incertidumbre y estaríamos dirigidos por políticos poseídos de una especie de populismo radical que transforma cualquier propuesta en sospechosa, creo que es un buen momento para la circulación de ideas y con eso poder reflexionar sobre lo que consideramos correcto.
Tras las últimas elecciones han ingresado, como protagonistas del debate público, personas y grupos que históricamente habían estado excluidos, lo que es especialmente relevante para la discusión constitucional. Esa diversidad nos obliga a escuchar a quienes desconocemos o nos provocan antipatía, porque exige reconocer la legitimidad de los argumentos que nos incomodan o que derechamente habíamos deseado esconder.
Lo mismo ocurre con los programas presidenciales. En un escenario de completa vacilación electoral, los comandos están realizando esfuerzos por exponer sus propuestas, plantear el tipo de país que desean construir, informar sobre el costo económico de sus medidas y anticipar la manera en que pueden gestionar el Estado para dichos fines. Eso ha provocado discusiones relevantes acerca del rol de los medios y la libertad de expresión, la satisfacción de derechos sociales, el emprendimiento público, la necesidad de una reforma tributaria, o la procedencia —o no— de instalar un sistema de jurados, entre otras.
Es que los programas no son escrituras sagradas, ni tampoco la verdad revelada de un mesías. Si hay algo que están mostrando estos días es que dichas propuestas están siendo fruto de ciertos debates colectivos, donde el candidato es simplemente el que mejor representa contingentemente un proyecto. Por eso, al leerlos no sólo deberíamos detenernos en lo que proponen, sino que también en la forma en la que han sido elaborados.
Las ideas no son escandalosas. Lo que es indecoroso es que en política estas no existan. Por eso no deberíamos transformar cada propuesta en una descalificación personal o la imputación de una obscenidad intelectual. Con la intensidad electoral sin precedentes que nos ha tocado vivir, tener la posibilidad de discutir ideas y proyectos, sin un caudillo o dogma revelado de por medio, es alentador.
Porque como señaló Andrés Bello en el discurso de instalación de la Universidad de Chile en 1843, ‘todas las verdades se tocan’. De modo que, si aspiramos a una genuina deliberación democrática, no nos queda más que construir desde la reciprocidad, la consistencia y el acuerdo.