La necesidad del pacto fiscal se relaciona con el aumento sustantivo de la deuda pública, resultado de una década de déficits fiscales, y con la de responder de manera sostenible a las demandas por mayores y mejores servicios del Estado que van de la mano del desarrollo. De alguna forma, este pacto se ha ido construyendo ya. Un ejemplo es el acuerdo en el Congreso de retirar la importante alza del gasto fiscal de 2021 este año y el compromiso del nuevo gobierno de cumplir con el presupuesto acordado.
En cuanto a los impuestos, un pacto significa llegar a un acuerdo tanto en el nivel de recaudación y en la estructura impositiva como en la dinámica de los ingresos fiscales para los años que vienen.
Respecto del nivel, son diversos los puntos de referencia para considerar. Uno es nuestro propio pasado: a pesar del desarrollo logrado, Chile recaudó 20,7% del PIB en el año 2019, prácticamente lo mismo que hace dos décadas.
Otro es la OCDE. Como en general las contribuciones a seguridad social en los países desarrollados se usan para redistribuir y en Chile no, la comparación debe incluir ese componente. En otras palabras, en la mayoría de la OCDE la recaudación por seguridad social no está asociada única y exclusivamente al financiamiento de las prestaciones de quien hizo la contribución. En cambio, en Chile es un ahorro personal de beneficio puramente individual, equivalente a ahorrar en un fondo mutuo. Dadas esas consideraciones, la recaudación en Chile está unos ocho puntos del PIB por debajo de la OCDE.
Por cierto, Chile es menos desarrollado que la OCDE. Pero al comparar con la situación recaudatoria de los países que la conforman cuando tenían nuestro PIB per cápita actual —corregido por el costo de la vida—, Chile sigue apareciendo rezagado. Como muestra un reporte reciente de la OCDE, estamos unos dos puntos del PIB por debajo de la Australia de entonces, y unos nueve por debajo de Canadá y Nueva Zelandia, tres países que se suelen citar como aspiración. En la década siguiente, esas tres economías siguieron expandiendo su recaudación (Nueva Zelandia en un punto del PIB, Canadá en dos y Australia en cuatro, aproximadamente).
La estructura tributaria también es distinta. La chilena se parece más a la de países de menor desarrollo que a la de los países que admiramos, con un fuerte componente de impuestos al consumo y una limitada relevancia de los impuestos a las personas. Ello restringe de manera importante el espacio para imprimir progresividad al sistema.
La propuesta del Gobierno está en línea con lo planteado en la campaña presidencial y a la vez recoge sugerencias y preocupaciones que se han discutido en el país desde hace un tiempo, como la eliminación de ciertas exenciones.
Interesante es la idea de cobrar impuestos a los fondos retenidos en empresas cuyas rentas son principalmente pasivas. Se trata de recursos que han recibido un préstamo gratuito del Estado con el fin de que se usaran para inversión al interior de las empresas y no como un vehículo de ahorro personal. También son interesantes el descuento del impuesto de primera categoría por gastos asociados a productividad y la desintegración de las grandes empresas que traerá simplicidad. Habrá que ver cómo se implementan estas y otras medidas.
Mayor discusión requerirán tal vez el royalty minero, de modo de asegurar que la carga total no quede desalineada de los países con los que Chile compite, y la implementación práctica del impuesto al patrimonio (al que ya no se le llama ‘a los súper ricos’). Seguramente habrá espacio para revisar el impuesto a la herencia y la tributación de las transferencias de activos en vida entre familiares.
Los desequilibrios fiscales tienen implicancias negativas para la economía y afectan la inversión y el crecimiento. La reforma tributaria que se propone se hace en parte cargo de los problemas de financiamiento fiscal que el país arrastra y de sus consecuencias. La discusión que se ha dado hasta ahora en los medios ha sido propositiva y parece haber apoyo ciudadano a la reforma. Sería muy bueno para el país lograr un acuerdo en lo tributario a pesar de la fragmentación en el Congreso. Mejor aún sería complementarlo con políticas concretas de eficiencia del gasto y así consolidar un pacto fiscal.