Franz Kafka señaló que “el progreso se evapora y deja atrás una estela de burocracia”. Esa frase representa en buena medida el dilema de los denominados “problemas malditos” (Rittel y Webber), aquellos asuntos que en la política pública se caracterizan por su complejidad, en los cuales existen múltiples variables para su explicación y enfrentar soluciones, que por lo mismo no son ni verdaderas ni falsas, pero que en la mayoría de las ocasiones deja a los gestores públicos en una verdadera parálisis.
Algo de eso es lo que sucede con los derechos de aprovechamiento de aguas y, en especial, el entorpecimiento que provoca una inadecuada regulación combinada con una indolente actuación de nuestra burocracia. La semana pasada, el Tribunal Constitucional (TC) declaró inaplicable por inconstitucional el conjunto de normas que regulan la denominada patente por no uso, un instrumento que fue aprobado por el Congreso en 2005, después de casi 13 años de tramitación legislativa.
Lo que se debatía era si el Estado podía cobrar esa patente respecto de un sujeto que había realizado solicitudes a la Dirección General de Aguas para ejercer su derecho. Durante más de cinco años la autoridad guardó silencio, el afectado nada pudo hacer con sus aguas y el Estado, sin mediar respuesta, decidió cobrar la patente por no uso. Para el TC la omisión de la autoridad implicaba aceptar el cobro de un tributo “injusto”. Mal que mal, la imposibilidad material de ejercer aquel derecho era, en opinión del tribunal, responsabilidad de un retraso burocrático.
Cuando se aprobó la patente por no uso se sostuvo que sería un instrumento poco efectivo, un incentivo limitado para el uso especulativo de las aguas. Por eso se propuso como opción la caducidad de dichos derechos, especialmente debido a la importancia estratégica de las aguas. Esa idea no prosperó —la derecha la objetó— y por eso hoy, frente a una brutal sequía, esa alternativa parece estar más vigente que nunca.
Lo grave de este caso, además, es que evidencia que si disponemos de un limitado instrumento de política pública, el cual, a su vez, es aplicado de manera negligente por la autoridad administrativa, los efectos terminan siendo peores a los que originalmente se pretendía abordar. El caso resuelto por el TC demuestra que si combinamos la debilidad de una regla y la incompetencia administrativa, el perjuicio al interés público puede ser irreparable, sin que nadie asuma ningún tipo de responsabilidad pública por ello. En el contexto de fragilidad climática actual, la ineptitud de las agencias públicas tiene efectos lamentables para la mejor incremental de las políticas públicas. Porque, como escribió Ian Curtis, «el pasado es ahora parte de mi futuro».