Philippe Lancon, en «El Colgajo», su desgarradora historia sobre el atentado a Charlie Hebdo, señaló que «uno nunca controla la evolución de las enfermedades que diagnostica, provoca o alimenta». Eso ha terminado siendo la tragedia de Carabineros. El fraude en la policía uniformada demostró que su proceso de modernización, con cargo a cuantiosos recursos, había permitido la operación de una asociación destinada a defraudar, lo que fue posible por el escaso control civil y del Congreso sobre la gestión de esos fondos, sin que nunca supiésemos cuántos policías efectivamente desempeñaban esas funciones.
Poco tiempo después, tras la Operación Huracán, fuimos testigos de un actuar deliberado para fabricar pruebas falsas con el propósito de inculpar inocentes. Una negación de la labor de una institución que debe hacer cumplir la ley y que puso en cuestión la confianza en el sistema judicial penal.
Destacados especialistas advirtieron que esos problemas se arrastraban por años, pero el conflicto social provocado dese el 18 de octubre evidenció una fractura dramática. Al fraude y a los delitos cometidos agregamos la incapacidad estructural para abordar problemas de orden público complejos, que han terminado en cientos de lesionados y mutilados por la actuación de la policía, como lo han señalado diversos informes en materia de DD.HH.
La actuación equivocada de la policía es uno de los asuntos típicos en que los jueces ordenan al Estado pagar con indemnizaciones a las víctimas cuando estas han sufrido daños. Para la Corte Suprema ese deber de indemnizar se da si un policía realiza disparos sin tener entrenamiento adecuado, si no fue capacitado para enfrentar situaciones difíciles, si el material de seguridad utilizado es de mala calidad o si en operativos policiales se provocan riesgos desproporcionados. Para la Corte, que la víctima participe voluntariamente de los hechos -en este caso un manifestante- no exime ni aminora la responsabilidad del Estado, porque existen obligaciones públicas que se deben cumplir de modo permanente.
Los casos son cientos y el problema pareciera ser una verdadera falla de la organización estatal que va más allá de los delitos cometidos por funcionarios específicos. Por lo mismo, resulta conveniente que el Ejecutivo piense en elaborar un proyecto de ley de reparación para las víctimas y así evitar cientos de juicios, que tomarán años. Ha sido el Estado quien expuso a los manifestantes a una policía mal entrenada, una cuestión agravada por la incompetencia de diversas autoridades que poco hicieron por fiscalizar a esta institución durante años. Por eso es una tragedia, porque es una enfermedad que alimentamos por décadas y no nos preocupamos de controlar.