Así se titula el brillante ensayo del filósofo e historiador francés Michel Foucault, publicado en 1975, donde analiza la evolución de las actitudes culturales en torno al crimen y su castigo social, desde una época premoderna (es decir, previa al enunciado de los derechos humanos surgido con la Ilustración), en que el castigo era público, físico y cruel, una auténtica venganza, hasta la era moderna, donde la principal pena consiste ya no en el martirio corporal, sino en el sometimiento del alma con la privación de la libertad y, en el mejor de los casos, un proceso de rehabilitación moral para una potencial reinserción social. Esta transformación cultural acarrea, como siempre, un desafío arquitectónico: crear y emplazar un nuevo tipo de edificio, con los espacios necesarios para un encierro disciplinario. Hacia fines del siglo XVIII, coincidiendo con las primeras democracias modernas, aparece el concepto de la cárcel panóptica, un edificio de planta circular-radial desde cuyo centro es posible vigilar todas las celdas o galerías al mismo tiempo. Infinitas variaciones de este modelo se construyeron en todo el mundo, Chile incluido: entre otras antiguas prisiones, nuestra Penitenciaría (1843) y nuestra desaparecida Cárcel Pública (1892), en pleno casco histórico de Santiago, vergonzosamente demolida sin consulta hace algunos años, mientras que en ciudades mejores esos inmuebles han sido conservados y rehabilitados en aras de la historia y la identidad urbana.
Se debate en estos días la urgencia de construir nuevos presidios en Chile, pues los existentes no solo no dan abasto, estando tan sobrepasados en su capacidad que a muchos se los considera en una situación de hacinamiento peligroso, sino que nuevas conductas delictuales y leyes más estrictas advierten una próxima crisis penitenciaria. Con las cárceles, ya sean urbanas o agrestes, ocurre el fenómeno ‘NIMBY’, que en inglés significa ‘no en mi patio’; es decir, que todo el mundo las considera necesarias, pero nadie las quiere cerca. Traen asociados efectos externos negativos, por su severa hermeticidad y condiciones de extrema seguridad, y por un tipo de comercio, servicios y actividades que se emplazan en su entorno, con un público relacionado con las necesidades de los reos. Pero tampoco es razonable proponer prisiones en lugares remotos, pues deben garantizarse perfectas condiciones de operación, conexión a redes de sistemas básicos y accesibilidad permanente de funcionarios y servicios de emergencia.
Así, pues, para intentar emplazar nuevas cárceles en la ciudad, o en las afueras de zonas pobladas, parece imperativo comenzar por negociar mitigaciones y compensaciones con las comunidades involucradas. Estas mitigaciones pueden incluir, además de equipamiento comunitario y espacio público siempre escaso, un diseño sensible y consensuado que haga que los edificios y sus cerramientos constituyan un aporte al paisaje, en vez de un disgusto. Porque ese es, entre otras cosas, el rol de la arquitectura.