Tras las críticas a la consulta para la restricción horaria nocturna en la vía pública para menores de edad, los alcaldes de las comunas que la convocaron han reaccionado afirmando que las objeciones son incorrectas, que esta nunca tuvo por propósito establecer limitaciones sino tan sólo recomendar, y que su finalidad era convocar a un “pacto social” para proteger a niños, niñas y adolescentes.
Algunos de ellos han señalado que requerirán acuerdo de sus concejos municipales, que las “brigadas” de padres tan divulgadas no operarán por ahora y que promoverán acuerdos con el Gobierno para una iniciativa legal, pero igualmente dictarán ordenanzas municipales para implementar sus ideas.
Creo, sin embargo, que aún no comprendemos las complejidades que ha revelado esta consulta. La idea de “pacto social”, tratando de emular el denominado “modelo islandés”, requiere de un fuerte compromiso comunitario, uno que por cierto es más que el Estado, porque debe involucrar activamente a padres, vecinos, profesores, escuelas y, naturalmente, a los propios afectados. La tragedia de la consulta que generó esta controversia es que la idea de “pacto” se diluye en el 9% de participación. La advertencia es relevante, porque dejó en evidencia que, aun tratándose de la vida de nuestros hijos en el espacio público, actuamos con un hedonismo y narcisismo patológico, en parte porque durante las últimas décadas hemos suprimido de nuestra cotidianidad la idea misma de comunidad.
Un segundo problema que revela la consulta es creer que soluciones excepcionales —como la restricción de derechos— son un mecanismo útil para resolver problemas de nuestra convivencia. Como expresaba la ácida pluma de Mark Fisher, “la normalización de una crisis deriva en una situación en la que resulta inimaginable dar marcha atrás con las medidas que se tomaron con ocasión de una emergencia”. Aceptar como legítima la limitación extraordinaria de derechos para promover buenos propósitos es el camino clásico para reivindicar la permanente excepcionalidad del autoritarismo.
El tercer problema que ha expuesto esta discusión es que las formas del Derecho poco importan. Pareciera que es suficiente invocar “el sentido común” para exigir cualquier intervención estatal. La aceptación de esta “nueva normalidad” es el camino también comprobado para relativizar las normas que nos permiten convivir entre desconocidos, afectando la confianza que una sociedad democrática debe garantizar y promover.
Es evidente que estas consecuencias no son culpa de los ocho alcaldes. Pero la consulta realizada da cuenta de las peligrosas contradicciones que estamos viviendo en nuestra vida social, que no debemos dejar de observar y cuestionar antes que sea demasiado tarde.