Hace más de 3.000 mil años a Moisés alguien le habló, no tenía rostro, tampoco nombre; se presentó con una frase enigmática: seré el que seré. Solo un Dios rarísimo podría hablar así, de ahí que la famosa frase haya sido traducida y divulgada como “soy el que soy”; pese a que en la lengua hebrea no exista el verbo ser en tiempo presente. La razón es que de todos nuestros ancestros, Occidente privilegió el pensamiento griego, que en gran parte es una lengua del ser.
Que el ser (o el soy) sea nuestro principio de racionalidad, implica que nuestro pensamiento funciona como un motor de búsqueda de una verdad que explique, ordene y que sea causa de las cosas. Un resumen arbitrario: Occidente es una historia sobre la obsesión para que las cosas sean nítidas de una maldita vez; ojalá cada vez con menor ambigüedad y rodeos. Dicen que los abreviadores y ansiosos son el grupo psicopolítico más exitoso de los últimos 2.000 años. Han existido formas de abreviarnos diversas, un grito —¡Libertad o muerte!, ¡Por Dios!, ¡Heil Hitler!—, una radiografía, una camiseta de fútbol, el ADN, un diagnóstico o alguna categoría que nos sintetice según nuestros gustos. Y pese a que estos esfuerzos tienen consecuencias distintas, lo común en ellos es el anhelo por borrar la soledad y ser parte de alguna categoría que permita al fin decir: esto soy.
También, la nuestra, podría ser una historia de la paranoia. Porque para ser, inevitablemente, alguien debe no ser. Se piensa que el problema es odiar la diferencia del otro, pero lo que realmente se odia mucho más, es que otro nos recuerde la diferencia que tenemos respecto de nosotros mismos. Toleramos mal las preguntas cuando el ser ya encontró su acomodo, su casa. Por cierto, un nombre de casa es natio, palabra que antes, mucho antes, significaba nacimiento. Solo eso. El resto, era la historia, el viaje, la búsqueda. Después, mucho después y hace no tanto, comenzó a significar papeles, mostrar papeles: tú no eres de acá, eres el enemigo. La casa también puede volverse loca. Algunos le dirán a sus hijos muere por tu patria, otros dirán: hijo por favor huye. El siglo XX fue el proyecto parcialmente suicida de ello y la reacción de Occidente fue proyectar un futuro sin muros, para que así “nunca más”. El mundo por venir sería liviano de categorías, ojalá no binario; en el amplio sentido de la expresión. La ironía, como nota el escritor Alessandro Baricco, fue que ese mundo, su promesa, fue diseñada por ingenieros informáticos que crearon una tierra de códigos binarios: el mundo se llenó de colores, pero también se arraigó con fuerza el pensamiento on off. Supongo que lo que se bautizó como woke no es más que la versión globish (el sueño de un expresidente de IBM de reducir el lenguaje a unas pocas palabras y ojalá en inglés) de la inercia de nuestro pensamiento. El que tiende a caer hacia el lado de lo clausurado, al tú o yo. Es una fuerza de gravedad que arrastra, incluso cuando los contenidos de nuestro pensar sean los más nobles, a buscar finales cerrados.
Quizá la filósofa Susan Neiman encendió la discusión sobre estos asuntos, porque su título es una provocación: Izquierda no es Woke. Por un lado, utilizó el peor insulto para los fanáticos del ser, los mismos que gustan de acusar a otros de ser o no alguna cosa. Pero por otro lado, el título empantana una pregunta más importante y profunda. ¿Existe el universalismo?, aquel pensamiento político que se opondría a los particularismos de las identidades, y que sí sería de izquierda. Con justa razón algunos alegan que el universalismo es ilusión, mal que mal, si cosas tan universales como un ladrillo o un celular han sido diseñadas para la mano masculina, y los síntomas de ataque cardiaco más propios de las mujeres se socializan menos; ¿cómo entonces aceptar que el sujeto del universalismo es neutral? Situar el problema como un asunto de causas –las que serían importantes y las que no, las materiales y culturales – es volver a ejercitar el músculo de las oposiciones. El deber que tenemos de cuestionar a algunos lenguajes que han abreviado fatalmente —los que cierran discusiones y que a veces se convierten en nuevas mercancías— no significa que las causas detrás de esas jerigonzas se den de baja. Señores y señoros, esto no es el fin, por ejemplo, del feminismo.
Pero, ¿esta sospecha significa que entonces habría que renunciar al universalismo? Desde luego que no. Si al menos aceptamos que es una especie de utopía —quizá de las pocas que valga la pena. El asunto es usar la imaginación para resistirse a la inercia de nuestra forma de pensamiento. La imaginación —a diferencia de la fantasía que corre sin límites hacia arriba— trabaja a ras de suelo, con las orillas que nos marca el vivir con otros, en un cuerpo, en un mundo. Así abrirnos a la complejidad, admitir finales abiertos, iluminar con matices antes que con oposiciones duras. También usar la sospecha, en primer lugar respecto de las propias certezas. Hannah Arendt por su parte, imaginó el universalismo como un pluralismo construido por una mesa (simbólica). La mesa —no las raíces, el género o el apellido— nos reúne, es lo común y a la vez nos separa; luego cada quien puede aportar su pensamiento singular. Si quitamos la mesa, entonces caen unos arriba de otros: todos piensan igual. A eso le llamó banalidad del mal, y sobre ello escribió también Neiman hace algunos años. Ese libro aborda el problema de pretender imponer el bien por la fuerza, y sobre la convivencia del mal con el bien. Aceptar esa condición es otra manera de despertar. No como autoafirmación, sino en primer lugar, asumir que para despertar, primero hay que dormir, soñar, es decir, abandonarse a ratos.
La pregunta que nos queda es qué es una mesa, cuáles defender, cuáles crear, a quienes ha faltado invitar, y sobre todo, cómo recuperar la confianza en la conveniencia de una ley para la vida en común.
Cuando Dios —el antiguo, aquel sin una palabra para decir “yo soy”— liberó activamente a los hebreos de la esclavitud, luego los abandonó en el desierto. ¿Otra rareza? El mensaje de esas historias antiguas, que nuestros inventos y ansiedades han llevado al olvido, era que si la liberación es una fiesta, la libertad en cambio, es dura. No se llega al paraíso, no hay palabras como pócimas, no hay solución final (por ahora. Y crucemos los dedos). Liberarnos de algo, significa entrar recién al problema de la libertad. No somos lo que decimos, sino que seremos lo que hemos hecho al pedacito de mundo del que somos responsables. El woke, de hoy y siempre, no ha sido más que un error de traducción. Porque la nuestra, es también una historia de muchas personas que han hecho lo posible porque en un mundo duro e incierto, exista bondad y justicia. Es conmovedor.