Como nunca en nuestra historia republicana, el covid-19 ha generado el uso de todos los medios legales sectoriales de los que dispone el Estado. Ha decretado alerta sanitaria, un instrumento que permite —desde hace más de ochenta años— adoptar medidas que pueden restringir intensamente derechos solo con propósitos de salud pública. Ordenó estado de excepción constitucional de catástrofe, que le permite al Presidente de la República adoptar medidas extraordinarias para garantizar el suministro de bienes esenciales, pero también para limitar e incluso privar transitoriamente de la propiedad a cambio de indemnizaciones. A su vez declaró, utilizando esta vez la Ley de Sismos, una regulación vigente desde 1965, a todas las comunas del país como zona de catástrofe, permitiendo que el Estado pueda operar sin estar sujeto a sus reglas procedimentales habituales. Y finalmente emitió el decreto de emergencia económica, que le permite disponer del 2% constitucional del presupuesto de gastos, una regla vigente desde 1943. A partir de ellos, existen abundantes actos atomizados que aplican esas decisiones.
La crisis provoca un derecho de excepción transitorio a favor del Ejecutivo, exige una gestión centralizada o al menos fuertemente coordinada para su eficacia, y reclama funcionarios públicos consciente de que el bienestar de la sociedad depende de sus actos. Recuerda también que el Congreso debe facilitar soluciones y controlar las medidas, pero no sustituir las acciones de la emergencia, y demanda de la comunidad un compromiso para superar el drama colectivo, en el cual la cooperación y no la vigilancia, a ratos vestida de actos fascistas de los propios ciudadanos, sea la herramienta útil para lograr esos fines.
Esta calamidad, de efectos globales, es un gran experimento natural. Ha dejado en evidencia las vulnerabilidades institucionales en todas partes del mundo y está permitiendo comparar diversos modelos de gestión en la crisis, pero también nos ha enfrentado de nuevo al dilema de cómo, en un trance esencial para la sociedad, se pueden poner en peligro los supuestos de la democracia constitucional. El siglo XX es un buen ejemplo de lo que sucede con la democracia cuando se olvidan esos riesgos, especialmente cuando el miedo y la incertidumbre nos agobian.
La pandemia encontró a Chile en plena transición para la definición de su nuevo pacto social. El debate constitucional será ampliamente alimentado por lo que ha sucedido, especialmente por la necesidad de contar con un Estado eficaz y protector, que en la suma de instrumentos sectoriales para enfrentar una crisis puede terminar por acumular un poder que, irónicamente, perjudique sus propias acciones y de paso ponga en riesgo las libertades públicas