Muchos piden volver a la normalidad, a la sensación de certeza que la vida tenía antes del 18 de Octubre. Las escenas de violencia en las calles de manifestantes, pero también de las policías, quedan como marcas urbanas evidentes y como heridas emocionales para todos los chilenos. En un mes aprendimos que la tecnocracia tiene un límite en la construcción de una sociedad justa, que sin duda se requiere modificar el esquema como pensamos el país. Pasamos de pensarnos como un país de emprendedores, clase media con expectativas de consumo y apegados a la ley y el orden a un país de sobrevivientes, de pobres con capacidad de endeudamiento, de ciudadanos que se cansaron que el consumo signifique ganancias millonarias para algunos y dificultades para la mayoría, de millones que marchan pacíficamente frente a la policía, que tocan sus cacerolas nocturnas frente al toque de queda militar. De muchos jóvenes que sienten que la violencia es la única forma de conseguir verdaderos cambios.
Pensamos además que éramos un país campeón en la democratización latinoamericana. Los únicos con transición estable, sin grandes vaivenes políticos, con una clase política de talla mundial, con una economía pujante y lista para llevarnos directo (e incluso pronto) al desarrollo, en fin un modelo a seguir. En realidad somos un país con una clase política endogámica, poco representativa del país diverso que emerge por los márgenes, acostumbrada a una cómoda y estrecha relación con el poder económico, que cuando pudo negoció mecanismos de impunidad para evitar ‘que todos caigan’. La transición trajo muchas cosas positivas, sin duda, pero también impidió la emergencia de críticas no asumidas como deslealtades, de alternativas no entendidas como disidencias. Una democracia donde vota la mitad de la población, donde los partidos pierden relevancia, donde los representantes negocian en la capital su destino de representación. En dos palabras, una democracia incompleta.
Pensamos también que la violación de derechos humanos era un tema de pasado. La violencia policial de las últimas semanas ha demostrado lo contrario. Muertos, heridos, detenidos, abusados, violados, en fin una larga lista de situaciones que no dejan duda de la necesidad de reformar profundamente la institución policial. Por décadas autónoma y con poco control civil, Carabineros se ha visto sobrepasado, descontrolado, poco efectivo y violento. La reconstrucción de la confianza ciudadana tomará décadas.
Pensamos también que el chileno era apolítico, que los 17 años de dictadura y la implantación del modelo neoliberal había dejado como rastro la sensación que la política es un tema lejano y poco interesante. Que el ciudadano común no se interesaba por la política y más bien sentía esos temas como ajenos. Hoy vemos miles asistiendo a cabildos, discutiendo en el Espacio Público, buscando encontrar sentido a los procesos de cambio que se vienen. La mayoría, según las principales encuestas, reconocen la necesidad de un cambio constitucional, muchos quieren participar y tener capacidad de acción en el proceso. El ciudadano pasivo podría estar quedando atrás y se configura un ciudadano más preocupado por su entorno, mas claro de los privilegios, más directo en la definición de sus necesidades. También más exigente en los tiempos.
Chile cambió, en realidad sigue cambiando. Los que esperan que el proceso termine pronto, se equivocan. Múltiples son las transformaciones que han emergido estas ultimas semanas e involucran temas estructurales de la vida en sociedad. Sin cambios reales se pueden instalar situaciones de conflictividad latente que tarde o temprano vuelvan a desestabilizar el país. Es hora de vernos al espejo sin evitar mirar los contornos, los márgenes, o concentrarnos en una figura distorsionada de nosotros mismos.