La Contraloría es frenteamplista, la Corte Suprema es de izquierda, el Tribunal Constitucional de derecha y el Ministerio Público, bueno, depende de a quién persiga el fiscal de turno. Estas expresiones se han transformado en habituales en el último tiempo por parte de miembros del Gobierno, del Congreso y de los partidos, cada vez que algunas de esas instituciones resuelven algo en contra de sus intereses políticos o personales.
Un buen ejemplo ha sucedido estos días, cuando algunos diputados de la UDI, y de la propia presidenta de ese partido, tras conocerse el informe final de auditoría sobre el déficit de la Municipalidad de Viña del Mar, acusaron al contralor de ser un operador del Frente Amplio. La denuncia no sólo parece ridícula, sino que además justifica de un modo evidente por qué las instituciones elementales del sistema constitucional —a pesar de las críticas que cada uno puede tener sobre sus decisiones, organización e integración— deben gozar de una robusta independencia. Ello, para evitar la venganza de los litigantes y, por esa vía, poner en riesgo el sistema de pesos y contrapesos que la Constitución garantiza para el funcionamiento del sistema democrático.
Quizá algunos descuiden cuestiones elementales de la historia institucional de nuestro país y pareciera conveniente recordárselas. La Contraloría nació en 1927 con la finalidad específica de controlar el patronazgo de la política sobre la administración pública, garantizar la inversión adecuada de los fondos públicos, fiscalizar que los funcionarios cumplan la ley y, tras la reforma constitucional de 1943, controlar directamente el presidencialismo. La derecha no debe olvidar que en el pasado no sólo hizo uso y abuso sistemático de la Contraloría denunciando al gobierno de turno, motivando estándares y precedentes que, como tales, se invocan hoy al momento de fiscalizar su gestión.
La política, a ratos con reproches adolescentes, se ha acostumbrado a criticar a las instituciones para justificar su crisis, una cuestión por lo demás frecuente en nuestra historia constitucional. Sabemos que esa proyección es imprudente, porque trivializa el escrutinio efectivo al cual deben estar sujetos los responsables de estos organismos.
Como señaló en su momento Antonin Scalia, el fallecido juez conservador de la Corte Suprema de EE.UU., los jueces —y lo mismo se puede decir acerca de la Contraloría— combaten argumentos, no personas. Y si usted cree que es esto último, dedíquese a otra cosa y no al derecho. En mi opinión, la misma lógica es extensible a la política: si los políticos no entienden el rol de las instituciones y el fin que éstas cumplen para el funcionamiento del Estado de Derecho, mejor dedíquense a otra cosa.