Cuando el año 1927 se creó la Contraloría, nuestro país adolecía de una debilidad institucional y se había instalado una “crisis de moralidad” que afectaba a la función pública. La idea de centralizar en un organismo las facultades para controlar los fondos públicos y el cumplimiento de la ley por parte de los funcionarios justificó su nacimiento. En 1943 fue llevada a la Constitución como autonomía constitucional.
Tempranamente la literatura legal afirmó que éste era el cuarto poder del Estado. El propósito central de esa enmienda fue establecer un control estricto del presidencialismo. Por tal motivo, en 1945 el Congreso decidió destituir al contralor Vigorena por no cumplir esa función. Desde entonces se instaló una especie de “conciencia institucional”, que le dio la identidad a la Contraloría y que se tradujo en la total independencia del gobierno de turno al momento de ejercer su función, con indiferencia de la preferencia política de los contralores.
Esa doctrina explica por qué cada uno de ellos —todos hombres por lo demás— tuvieron conflictos con el Ejecutivo, habitualmente acompañados de la misma crítica: exceder sus atribuciones de control. Eso fue lo que sucedió, una vez que se destituyó a Vigorena, con Mewes, el primer contralor en plantear una contienda de competencias; la tensión sobre los decretos de emergencia con Bahamondes; la disputa de Silva Cimma con los gobiernos de J. Alessandri y Frei Montalva para resguardar la independencia presupuestaria; la ácida controversia de Humeres con la Unidad Popular cuando objetó sistemáticamente decretos del Presidente Allende, y la que él mismo tuvo cuando declaró ilegal la convocatoria de Pinochet a un referéndum sobre la legitimidad de su régimen, decisión que apuró su expediente de jubilación.
La misma doctrina siguieron los contralores que continuaron, como Iturriaga, Aylwin y Sciolla, aunque sin ostentar públicamente de sus poderes. Finalmente, tras la reforma constitucional de 2005, por primera vez después de 60 años la Contraloría volvía a tener un contralor externo, primero con Mendoza y ahora con Bermúdez, cada uno de los cuales —a pesar de sus personalidades— han debido someterse a esa larga tradición contralora.
Es razonable tener discrepancias legales sobre las decisiones de la Contraloría que deben resolver los jueces. Incluso, como ha recomendado la OCDE, es conveniente una reforma institucional para la modernización de este organismo. Pero resulta oportuno que la política no olvide, especialmente en momentos de apasionamiento circunstancial, que ha sido el ejercicio de sus funciones de control, fruto de una extensa cultura institucional, lo que ha dado estabilidad al funcionamiento de nuestra administración pública.