
Existe un viejo dicho que señala que «no importa lo que sabes, sino a quien conoces». Con él se representa de un modo explícito la importancia de las redes, aquellas que le dan sustento al ejercicio informal del poder. La crisis desatada en Rancagua, que ya ha afectado el Poder Judicial, al Congreso y ahora al Ministerio Público, es una manifestación de los alcances de un sistema que no controla estas redes.
Hace pocos días el presidente del Partido Socialista, Álvaro Elizalde, refiriéndose a la criticada reunión entre el senador Juan Pablo Letelier y el fiscal nacional, señaló que “es propio de la lógica institucional que los parlamentarios se reúnan con otras autoridades”. Esa simple afirmación da cuenta de uno de los efectos de la burocratización de la política, razón que permite justificar cualquier reunión.
Existe una larga tradición, en el derecho y la sociología, que afirma que uno de los elementos centrales de un sistema institucional es la existencia de organizaciones formales que permiten el ejercicio racional del poder. Pero, como bien advirtió Weber, las burocracias así concebidas pueden adquirir vida propia generando resultados irracionales.
La afirmación de Elizalde trata de dar a dicha reunión una simple legitimidad formal. Pero el problema del que ha dado cuenta la crisis de Rancagua es que las relaciones informales han sido más relevantes que las institucionales. Para el sistema de nombramientos de cargos públicos ello es grave, especialmente cuando un senador o diputado, sin límite a su reelección, adquiere poderes desmesurados en las regiones que “representa”. Especialmente quien ha tenido la posibilidad de estar dos o tres décadas en el Congreso, porque tiene una capacidad mayor de “gestionar” intereses que un legislador que lleva poco tiempo en él. Así las cosas, las regiones se han ido convirtiendo en un lugar de patronazgos parlamentarios en los más diversos ámbitos del sector público, en un sentido similar a lo que sucedió a principios del siglo veinte.
Esto es aún más complejo si se considera que a las reuniones entre parlamentarios y autoridades no se les aplica la Ley de Lobby, de modo que el registro de éstas queda a la simple declaración unilateral de quien los recibe. Una regla de ese tipo profundiza los efectos irracionales de esas conversaciones.
Es cierto que Chile tiene un sistema de partidos sólido, a diferencia de lo que sucede en el resto de América Latina, y que ello ha dado estabilidad a nuestro Estado. Pero eso ha ocurrido al costo de perpetuar la reelección de parlamentarios, transformándolos en dueños de redes informales que terminan por afectar la sanidad del sistema institucional y la democracia, a través de un moderno patronazgo que, por el bien de todos, resulta necesario suprimir.