Los partidarios del «rechazo» a la nueva Constitución comenzaron su campaña para el plebiscito de abril de 2020. Dos son sus mensajes: que un nuevo texto es innecesario porque todo lo que demanda la ciudadanía se puede discutir en el Congreso sin inconvenientes -como si no hubiesen utilizado sus actuales normas para impedir esos debates- y, enseguida, que este proceso está viciado porque ha sido fruto de la violencia en las calles. Mientras esto sucede, los partidarios del «apruebo» descansan en una especie de superioridad moral, reconociendo validez a encuestas que hasta hace poco descalificaban, y olvidando que, como en toda contienda electoral, los triunfos solo se celebran cuando se cuenta el último voto en las urnas.
Los meses que vienen serán intensos en la difusión de mensajes de todo tipo. Y en un mundo marcado por la polarización -uno de los riesgos globales identificados hace un tiempo-, varios transformarán al proceso constituyente en un problema de buenos y malos, de justos e indignos, de amigos y enemigos, de prosperidad versus mediocridad, y con ello podemos perder fácilmente de vista la importancia colectiva que representa la Constitución; un texto simple y concreto que debe identificar nuestros valores compartidos, señalar los derechos que nos reconocemos, distribuir el poder y garantizar la ciudadanía.
Por eso en este proceso importa más que nunca la primera línea de los que aplican la Constitución: aquellas personas que cotidianamente son capaces, con sus conductas de reflejar la importancia de esta, y a quienes no les hemos mostrado su vital importancia. Ahí están el profesor en la escuela, el personal de salud en un hospital público, el funcionario que recibe a los enfermos con sus licencias en el Compin, el cuidador del Sename, el policía en la calle, el inspector municipal, el fiscalizador ambiental, el juez en su sala de audiencia, el funcionario del Congreso que asiste a la redacción de leyes, entre tantos otros.
No solo sus acciones, sino que también la manera en como interpretan las reglas cotidianas que deben aplicar, son expresión de aquello que la Constitución representa. Si la dignidad es lo que explica en buena parte las demandas desde el 18 de octubre, esa primera línea constitucional es determinante para comprender y dar respuesta satisfactoria a esa reivindicación.
Una nueva Constitución, usando la definición de Kaushik Basu, es más que «tinta sobre el papel»: tiene la capacidad de transmitir a la sociedad que es posible un cambio de rumbo, en la medida que todos creamos en ella, porque en una República laica es su texto sagrado. Es cierto que no otorgará bienestar directo, pero sí permitirá buscar un nuevo equilibrio en que la oportunidad de una prosperidad futura sea justa y sincera para todos.