Los resultados del plebiscito debieran dar paso a una reflexión sobre los pasos que vienen. No solo en términos del proceso constituyente, sino que también sobre el estado del diálogo político en Chile. La necesidad de un nuevo pacto social continúa latente, y se hace más difícil encontrarlo desde la rabia y las acusaciones cruzadas.
Uno de los problemas del diálogo político posplebiscito es la falsa sensación de polarización que crea. Todo plebiscito es una decisión binaria, sin embargo, las motivaciones individuales que llevan a una persona a optar por una de las opciones están lejos de ser simples y alejadas de los matices. Al contrario, las mismas motivaciones pueden llevar a una persona a rechazar y a otra a aprobar, por la simple razón del contexto en el que operan. Así, por una simple regla de distribución, es más posible encontrar a personas con las que concuerdan dentro de quienes optaron por la opción contraria que entre quienes votaron completamente convencidos por la opción propia.
Ese simple hecho, que nuestra opción de voto no es una frontera infranqueable, debiera dictar la forma en que nos relacionamos en lo que viene. Pero eso se enfrenta a un problema estructural que no hemos sido capaces de superar: la polarización de nuestras élites. Mientras la ciudadanía ha ido persistentemente abandonando el espacio definido como izquierda y derecha, las élites parecen ir alejándose dentro de ese mismo espacio. Asimismo, esa polarización no es simétrica (palabra de moda, por cierto), sino que, al igual que en otros países, ha ido ocurriendo con una tendencia de expandirse hacia la derecha. La ultraderecha ha ido convenciendo de que su discurso es aceptable y, con ello, aparecen otros intérpretes con menos rechazo pero con las mismas ideas. Lo que antes era impensable, ahora se convierte en una más dentro de las ofertas «transversales».
Entonces, ¿cómo continuar un diálogo que ha sido exigido de forma constante por la ciudadanía, pero continuamente negado por sus representantes? Para ello se requiere aceptar la inevitabilidad de las necesidades colectivas, de la construcción de un pacto social y de fijar reglas del juego que permitan recuperar la legitimidad de nuestras instituciones. El proceso constituyente puede haber fracasado en su primer intento, pero no nos podemos dar el lujo de dejarlo partir. El primer paso es que quienes, han actuado de forma estratégica (incluso intransigente) debiesen asumir que ese camino no conduce a nada. La lógica del tejo pasado solo alimenta la sensación de desconfianza y reduce las opciones de mejorar la legitimidad. Volver a parapetarnos en trincheras desconoce que las motivaciones de la mayoría están más cerca de lo que se cree.
Para lograrlo, lamentablemente, se requieren liderazgos casi heroicos, dispuestos a traicionar a su propia tribu en pos de un objetivo mayor. El tiempo de los maximalismos terminó en un desastre el 4 de septiembre, y no puede seguir con maximalismos del lado contrario. Y nadie está obligado al heroísmo, por necesario que sea.