No es posible que quienes influyen en el diseño y evaluación de políticas públicas reciban financiamiento de las industrias que son objeto de regulación por esas mismas políticas públicas. Esta es una de las principales conclusiones de un reciente libro, «Ultra Processed People», escrito por Chris van Tulleken y que está generando conversaciones incómodas sobre el funcionamiento de la industria alimenticia mundial.
El argumento de Van Tulleken es que existe suficiente evidencia para plantear que el consumo de alimentos ultra procesados se relaciona con una serie de problemas de salud, a toda edad. Pero quizás lo más interesante de su libro, es cómo expone la red de institutos, fundaciones, organizaciones académicas, medios y otras instituciones que se presentan como referentes independientes en el debate pero que, en el fondo, reciben financiamiento directo desde las mismas industrias que crean estos alimentos. Tal como demuestran una serie de estudios sobre la industria farmacéutica, la probabilidad que un experimento científico le dé la razón a los argumentos de las farmacéuticas aumenta si es que ellas lo financian.
Este argumento no es nuevo, pero sí es interesante su expansión. Hoy en día, es reprochable que la industria tabacalera financie investigación científica u organismos que defiendan sus intereses sin hacerlo público. Es más, los argumentos provenientes de ese financiamiento son mirados con recelo, dada la compleja historia con que esa industria ha manipulado la generación de conocimiento. Lo que hace Van Tulleken es expandir ese argumento a la industria alimenticia y, con ello, abrir la puerta a la misma pregunta en una serie de áreas.
En las últimas semanas, varios medios de comunicación se han hecho eco de una campaña de Uber para evitar la promulgación del reglamento que busca mejorar las condiciones laborales y de su servicio. Detrás de los números de esa campaña hay un supuesto estudio -que no ha sido publicado- desarrollado por investigadores de la U. Diego Portales. Las presentaciones disponibles dan a entender que los investigadores ocuparon datos proporcionados por la empresa, pero no se menciona nada sobre si esa empresa proporcionó algún financiamiento. Es decir, un estudio que no es público, cuyos datos no son accesibles, que no ha sido revisado por pares y que no es transparente sobre su financiamiento, es usado para atacar una política pública. Y de los medios que lo publican, ninguno se hace estas preguntas.
Otro ejemplo es un estudio publicado por investigadores de la U. del Desarrollo sobre el impacto de la caída de las Isapres. Si bien en este caso sí hubo una declaración expresa sobre que fue financiado por una Isapre en particular, ese hecho fue ignorado por quienes lo publicaron o comentaron. De nuevo, a pesar de la evidencia sobre cómo el dinero influye en la investigación, a nadie pareciera importarle.
Así como nos preocupa el financiamiento de la política, también debiese importarnos el financiamiento de las investigaciones que influyen en esas decisiones políticas. No podemos estar a merced de quienes pretenden mezclar propaganda con evidencia.