La reciente demanda del exministro Giorgio Jackson al senador Fidel Espinoza por haberle atribuido el liderazgo de una banda criminal, nos debiera hacer reflexionar sobre cuáles son los límites aceptables a la falta de civilidad en nuestras élites políticas. Las declaraciones de Espinoza, además de violentas, demuestran lo complejo que ha caído el debate político, lo que tiene consecuencias graves en la percepción ciudadana sobre la democracia.
Sin embargo, lo de Espinoza no fue un hecho aislado. Casi a diario vemos enfrentamientos entre miembros de nuestra clase política e intelectual que no superan los mínimos estándares de civilidad. Sin ir más lejos, en estas mismas páginas hace unas semanas, el columnista Pablo Ortúzar daba una entrevista en la que acusaba al Frente Amplio de hacer un negocio con la militancia a través de la gratuidad universitaria. Además de demostrar el poco conocimiento de cómo operan las militancias políticas, cae consistentemente en ese mismo discurso plagado de insultos, mala fe, y poca sustancia.
La civilidad en el debate político nos debiera importar porque tiene consecuencias directas en cómo funciona nuestra democracia. Por una parte, trabajos como los de Skytte (2020) demuestran que la violencia del discurso entre las élites políticas tiene un efecto directo en reducir la confianza institucional. Asimismo, estudios como el de Gervais (2018) muestran que esa misma violencia en el trato entre élites genera sentimientos de rabia en la ciudadanía y que solo movilizan a los más extremos.
Hay que reconocer que los ejemplos mencionados obedecen a una espiral que lleva años, en que el discurso de las élites ha ido empeorando en calidad y tono. Si bien esto no exculpa a quienes promueven la falta de civilidad, sí hacen presente lo difícil que es parar esta tendencia. Para poder dar vuelta la página y promover un debate político que sea sobre ideas y no insultos, es necesario perdonar y pedir perdón. Por ejemplo, no es insulso pensar que gran parte de las recriminaciones que ha recibido Jackson en el último tiempo se deban a la arrogancia con la que declaró que nuestra generación tiene una altura moral distinta a las que nos precedieron.
Es difícil, por lo tanto, pedirle civilidad a quienes han sido víctimas de abusos e insultos de parte de sus adversarios políticos, pero no por ello deja de ser importante. Para una ciudadanía que -como muestran las encuestas- ha pedido consistentemente que las élites sean capaces de negociar y renunciar para llegar a acuerdos, el desfile de declaraciones altisonantes y violentas no hace más que aumentar su desconfianza y desapego. Por el lado de las élites, les hace caer en una dinámica que busca el beneficio de corto plazo a costa de su propia legitimidad.
El juego de cachetadas de payaso, en que unos y otros se insultan como deporte, solo trae malas noticias y desazón. Para dejar de jugarlo, se requiere honestidad, bondad y generosidad. Y parece que no abunda ninguna de ellas.