¿Es la reforma procesal penal el problema en materia de seguridad?
2 de enero de 2024
Desde hace años se ha transformado casi en un lugar común en el debate público en materia de seguridad que algunos líderes de opinión y autoridades de distinto signo intenten responsabilizar a la reforma procesal penal como una causa central que explicaría el empeoramiento en el área. Recordemos que esta instaló en el país un modelo de justicia penal acusatorio como el que existe hoy en prácticamente todo el mundo occidental y que a veces se la denomina, con cierto sesgo despectivo, como la justicia garantista. Declaraciones recientes de diversos alcaldes son una muestra de esto. Por ejemplo, Rodolfo Carter, de La Florida, señalaba en una entrevista a Radio
Universidad de Chile, en marzo de 2023, que “este sistema procesal penal está al servicio de los delincuentes”. Germán Codina, de Puente Alto, por su parte, declaró en Radio Duna, a inicios de diciembre de 2023, que “hay que cambiar el sistema garantista que ha generado tanta impunidad”. En forma más reciente, Gustavo Alessandri, en su calidad de presidente de la Asociación de Municipalidades de Chile, señaló, el 26 de diciembre 2023, en Emol: “Dejemos este sistema penal garantista, que deje de proteger a los delincuentes y que proteja a las personas comunes y corrientes que son víctimas de la delincuencia, entonces no cambie, no tenemos por dónde salir de esta situación de crisis”.
Se trata de un argumento sencillo, fácil de comprender y que aparentemente tendría buena llegada en la población. Cuando se utiliza, las autoridades que lo hacen se muestran reaccionando con firmeza frente al delito e identifican a un enemigo concreto a quien culpar, el que, por otra parte, tiene poca capacidad de responder. Por cierto, se trata de un argumento que les permite simplificar una realidad que naturalmente es mucho más compleja y de la cual costaría bastante más hacerse cargo y mostrar una respuesta eficiente. Por lo mismo, declaraciones de este tipo se reiteran como mantra y a esta altura forman parte del paisaje del debate en seguridad pública. Lo que se echa de menos, eso sí, es que ellas sean justificadas con un mínimo de evidencia.
En la base de este tipo de afirmaciones parecieran existir creencias o supuestos diversos, dos de las cuales quiero abordar en esta columna aportando algo de evidencia, con el propósito de contribuir a mejorar la calidad del debate. Una primera creencia o supuesto es que con la implementación del sistema acusatorio se habría generado una situación de impunidad que habría favorecido el crecimiento de la delincuencia. Una segunda se vincula a que el sistema acusatorio habría instalado una legislación que dificultaría la investigación y sanción de delitos al establecer garantías excesivas para los imputados o ser demasiado garantista. Estas dos creencias no se ajustan a la evidencia que tenemos disponible en el país y muestran que, más allá de lo atractiva que pueden resultar retóricamente hablando frases como las de los alcaldes, poco en realidad nos servirán para mejorar nuestras políticas públicas en materia de seguridad.
Sobre la primera, la mejor y más validada forma que tenemos en el país de medir el nivel de delincuencia y su evolución es a través de los resultados que arroja la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC). Ella pregunta sobre la victimización de hogares y personal en los 12 meses previos a su realización en un grupo de delitos considerados como de mayor connotación social (DMCS) que incluyen a todo tipo de robos (con violencia e intimidación, por sorpresa, con fuerza en la vivienda y de y desde vehículos), a los hurtos y a las lesiones. El primer año de datos de ENUSC coincide también con el año en que se completó la implementación del sistema acusatorio, con su entrada en vigor en el mes de junio de 2005 en la Región Metropolitana. Recordemos que el sistema fue puesto en marcha gradualmente en varias etapas a partir de diciembre de 2000. En consecuencia, solo a partir de 2006 el sistema funciona en todo el país por un año completo y, a partir del mismo, podríamos ver su impacto en el comportamiento de la delincuencia. Así, los datos de 2006 podrían ser considerados como la línea de base (eventualmente los del 2005 también, que son muy similares).
En este contexto, la siguiente tabla muestra la evolución entre los años 2006 y 2022 de la tasa de victimización de hogares y la personal medida por la ENUSC. Dos cuestiones previas. Primero, descarto de la tabla a tres años que son irregulares, estadísticamente hablando, debido a que el país enfrentó emergencias de distinto tipo que alteraron de manera muy sustancial los resultados: el 2010, por el terremoto, y los años 2020 y 2021, por la pandemia del covid. Segundo, para facilitar la visualización de los datos, los presento cada dos años, lo que desde ya, advierto, no cambia para nada el panorama ni la tendencia de lo ocurrido en el período en análisis.
Según se puede apreciar, desde el año de entrada en vigor de la reforma en todo el país, que he considerado como línea base, se produce una baja consistente e importante de las tasas de victimización de hogares y personal por un período de siete años consecutivos (hasta 2013). En efecto, esa baja es superior a los 15 puntos en la victimización de hogares (una reducción superior al 40%) y a los cinco en la personal (una reducción superior al 43%). En el año 2014 se produce un cambio de tendencia, ya que la victimización comienza a subir, lo que se extiende hasta 2017. Con todo, ese incremento sigue dejando la victimización muy lejos de la línea base. Luego, a partir de 2018 (25,4% y 9,3% respectivamente), se inicia un nuevo período de reducción de las tasas que se extiende hasta 2022, la última cifra disponible. Como se puede observar, el año 2022 muestra las más bajas tasas de victimización de todo período. Se puede concluir que la tendencia general desde la implementación de la reforma procesal penal ha sido a la disminución de los DMCS.
Con esta información no quiero afirmar que el sistema acusatorio haya sido la causa de este fenómeno, sino llamar la atención que los datos parecen mostrar un escenario bastante diverso al primer supuesto sobre el cual se construye el argumento de la responsabilización de la reforma procesal, ya que el sistema acusatorio se habría desarrollado en sus primeros años de vida en un contexto de disminución y no empeoramiento de la delincuencia común habitual. A una conclusión similar se podría llegar si se analiza la otra encuesta de victimización que se produce en el país y que tiene una serie temporal que cubre el período: el Índice Paz Ciudadana.
Su alcance es menor que el de la ENUSC, por los delitos que cubre y la muestra que examina, por lo que no presento la revisión detallada de la misma que pueden observar en el sitio web respectivo. Pero, nuevamente, si tomamos como línea de base su medición de noviembre de 2006 (41,7% de victimización) se puede observar, eso si, con muchos más altos y bajos que en la ENUSC, que la tasa se ha mantenido en rangos menores a 40% (con excepción de 2014 y 2019). De hecho, el último índice, de septiembre de 2023, da cuenta de una de las tasas de victimización más bajas de todo período (36,6%, solo superada por la de diciembre de 2010, con un 33%). Alguien podría sostener que ambas encuestas de victimización dejan fuera delitos graves como los homicidios y los secuestros y que en ellos se podría notar el impacto negativo de la puesta en marcha del sistema acusatorio. Los datos que hoy disponemos en ambos tipos de delitos efectivamente muestran un aumento importante de los mismos, pero que solo se produce en años recientes. En el caso de los homicidios, su crecimiento se comienza a producir en 2016 y se consolida con más fuerza entre 2019 y 2020. Tratándose de los secuestros, la evidencia muestra que su número se mantuvo muy estable hasta 2017 y el principal incremento se produce a partir de 2018. Como es fácil advertir, el argumento de responsabilización de la reforma procesal penal de estos fenómenos pierde fuerza causal si se trata de cuestiones que ocurren entre 12 y 15 años después de su puesta en marcha. Todo esto, sin considerar otra evidencia que muestra que, entre otras cosas, en sus primeros años de funcionamiento el sistema acusatorio aumentó en seis veces la capacidad de condenar a imputados comparado con el sistema inquisitivo previo1.
Como ya dije, un segundo supuesto del argumento de responsabilización está en la idea de que la reforma instaló normativamente un sistema muy garantista que ha constituido una suerte de barrera legal que ha dificultado el combate a la delincuencia. Sin entrar a discutir la calificación que se hace de si es o no muy garantista (y si eso es malo o no), lo que sería objeto de un largo debate que no es posible en esta columna, me interesa revisar la evidencia que muestra qué tan pétrea o no habría sido esta nueva legislación para ver si efectivamente el Código Procesal Penal (CPP) ha impuesto limitaciones infranqueables para la persecución penal.
La verdad es que a esta altura el CPP ha sido modificado todas las veces que el legislador lo ha estimado necesario, abordando una gran cantidad de cambios y temas que hacen que, en muchas materias, el texto actual no se asemeje en nada a su versión original. Partamos por el dato duro. En sus 23 años de vigencia, desde que se implementó en las primer regiones, el CPP ha sido reformado en 47 ocasiones (un promedio de dos reformas legales al año). Esas reformas han modificado 298 artículos de los 485 que lo integran. Ellas han significado cambios sustanciales a materias como la ampliación de las facultades policiales autónomas (incluyendo controles de identidad, detenciones por flagrancia, allanamientos, entre otras); la ampliación y flexibilización de medidas intrusivas, que permiten al Ministerio Público investigar; el endurecimiento del régimen de medidas cautelares personales, en especial, la prisión preventiva; la flexibilización de reglas probatorias en el juicio oral; el fortalecimiento significativo de derechos de las víctimas; la disminución de los controles judiciales a las actividades de investigación, entre otros.
Muchas de estas reformas han introducido cambios estructurales muy extensos, como, por ejemplo, las conocidas agendas corta de 2008 (Ley N° 20.253) y de 2016 (Ley N° 20.931) o la reciente normativa que fortalece la persecución de los delitos de delincuencia organizada (Ley N° 21.577, de 2023).
El proceso de reforma del CPP se ha intensificado particularmente los últimos dos años. Así, entre 2022 y 2023 se han dictado 17 de las 47 leyes (36,1% del total). La magnitud y velocidad de estas transformaciones es tan importante que quienes enseñamos al CPP en nuestros cursos de Derecho vemos la necesidad de cambiar varias veces al semestre su planificación para hacernos cargo de los cambios que se introducen. La verdad sea dicha, muchos de ellos no son de fácil asimilación, por su complejidad, falta de sistematicidad y descuido técnico.
En este escenario, la pregunta más o menos obvia es ¿cuánta responsabilidad podemos atribuirle hoy al CPP original del año 2000 de los males de 2024, luego de 47 reformas? Creo que nuevamente el argumento de responsabilización del sistema acusatorio muestra sus enormes debilidades y falta de
correspondencia con la realidad.
Todo lo anterior no obsta a tener una visión crítica de muchos aspectos del funcionamiento de nuestra justicia penal. En varias columnas en este mismo medio, y en muchos de mis trabajos académicos, he llamado la atención acerca de la creciente pérdida de calidad, dinamismo y deterioro en los resultados que ha experimentado el sistema en los últimos años; también he abogado por cambios de prácticas y normativos. Con todo, esa visión crítica no nos debe llevar a un debate argumentativo tan pobre y falto de evidencia como las frases de los alcaldes que revisé al inicio. Si es verdad que la seguridad nos interesa a todos y queremos mejorar la situación actual, hay que ponerse un poco más serios.
1 Ministerio Público y Vera Institute of Justice, Analizando la reforma a la justicia criminal en Chile, LOM ediciones, Santiago, 2004, 28 pp.