La despedida de Sebastián Piñera fue fiel a su estilo: hiperbólica. Durante su mandato nos acostumbró a los relatos grandiosos, a las épicas, al exceso de adjetivos. Todo ello se puede decir de lo ocurrido en los últimos días. El mejor homenaje ha sido, sin duda, que no se han escatimado esfuerzos para ensalzar su figura y agradecerle por lo realizado. Pero al igual que con la grandilocuencia con que gobernó, que escondía los vacíos de su propia gestión, su funeral esconde las verdaderas fisuras que existen en nuestra convivencia política.
Hay quienes se han preguntado si no es exagerado ensalzar solo los elementos positivos de la figura y legado de Piñera, sobre todo considerando la dureza con que muchos hemos criticado sus acciones en el pasado. Mi respuesta es que no. Lo trágico e intempestivo de su muerte, así como la relevancia histórica que tiene su figura, merece que pongamos los ánimos destemplados en remojo por unos días. Tal como han dicho varios durante la última semana, no es positivo que las legítimas diferencias éticas y políticas impidan ver el legado republicano y democrático de quién fuese el primer Presidente de derecha postdictadura.
Hay quienes se han preguntado si con esto se reescribe la historia y la figura de Piñera quedará indemne a las críticas. Mi respuesta también es negativa. El fallecido Presidente fue clave en darle legitimidad democrática a su sector, asumió con valentía el desafío de recordar los 40 años del Golpe, fue pragmático en buscar acuerdos durante el estallido social (cuando otros en su sector estaban gobernados por sus pasiones más bajas), además de darle sentido de propósito a la gestión pública. Pero también fue extremadamente torpe en enfrentar las movilizaciones sociales, errático en lidiar con la inmigración y no supo cómo hacerse cargo de la amenaza de la ultraderecha a su legado.
Hasta sus últimos días, Piñera fue un activo dirigente de su sector, prestando apoyo y recursos, coqueteando con la idea de una nueva candidatura, y tratando de manejar hasta el mínimo detalle de lo que lo rodeaba. En ese contexto, la crítica más dura tiene sentido, porque sus acciones tenían consecuencias directas en el quehacer nacional. Ahora, nos queda solo su legado y lo que representa. Por lo mismo, la crítica tiene que ser más pausada y de largo plazo. En ese sentido, Piñera tendrá, en mi opinión, un veredicto más moderado del que hicimos durante los últimos años.
La verdadera pregunta es si la trágica muerte de Piñera creará una súbita convivencia republicana, tan ausente en los últimos años. Mi respuesta aquí es escéptica. Las fisuras que se crearon desde (y a partir) de su mandato no han logado cerrarse. Hacia la derecha, crece con fuerza un sector poco cariñoso con la democracia y sus instituciones, que siempre tuvo a Piñera como cortafuego. Hacia la izquierda, queda el rencor de quienes se sienten perdedores del estallido social, decepcionados de una movilización social que no logró los cambios estructurales que prometía. Y mientras ambos polos tironeen desde los extremos, quedan pocos dispuestos a hacerles competencia. En eso se demuestra el peor legado de Piñera, pero también lo difícil que será soportar su ausencia.