A pocos días de que venza el plazo que se impuso la Convención para la recepción de iniciativas de normas, hemos conocido diversas propuestas. Algunas son propias de la estructura general de un sistema constitucional, pero también hay una gran cantidad de expresión de deseos que, aunque relevantes, no implica que deban constitucionalizarse.
La Convención comenzará, entonces, uno de sus períodos más importantes: el del inicio del proceso de deliberación de las normas específicas de la nueva Constitución. Pero esto exigirá reconocer algunas limitaciones. Por un lado, la Constitución no es un texto que, fruto de una especie de alquimia de sus palabras, transforme la realidad: para que eso suceda necesita de un sistema complejo e integrado de organizaciones y reglas que implementen los propósitos perseguidos. Por lo mismo, la Convención enfrenta una segunda limitación: confiar o no en la democracia futura. Porque si en ella prima la desconfianza —la misma que tenían los autores de la Constitución de 1980— la tensión inevitable será redactar una Constitución intensamente reglamentada y, por lo mismo, sujeta a una presión de permanente reforma.
Así las cosas, pareciera necesario recordar nuestras experiencias pasadas. Uno de los riesgos inherentes a los textos constitucionales es deferir parte de sus estructuras centrales en legislaciones futuras, lo que en ocasiones implica que varias de sus instituciones esenciales puedan quedar sin aplicación por tiempos prolongados o, en algunos casos, de modo indefinido. Bajo la Constitución de 1925 eso sucedió, por ejemplo, con la creación de Tribunales Administrativos, las indemnizaciones por errores judiciales o la descentralización territorial. La Constitución de 1980 incurrió en omisiones similares, pese a que la dictadura en sus últimos meses buscó aceleradamente aprobar leyes de amarre.
Pero este riesgo inevitable no justifica disponer de reglas constitucionales extensamente detalladas, bajo la desconfianza que los miembros del Congreso no se comprometan con la nueva Constitución con la misma lealtad de quienes participaron en su redacción. Esto explica que los convencionales enfrenten el desafío de buscar medios para que el sistema institucional cumpla con los mandatos constitucionales, controle la potencial omisión de estos y establezca un razonable modelo de rendición de cuentas para este fin.
La Constitución define la arquitectura que consideramos legítima para que se adopten las decisiones en una democracia. Sus palabras son orientaciones y órdenes, pero no son una alquimia esotérica que las transforme en políticas públicas concretas. Reconocer ese límite es parte también del ejercicio constituyente en el que nos encontramos.