En el “epílogo para los ingleses”, de “La rebelión de las masas”, Ortega y Gasset advertía que “toda realidad ignorada prepara su venganza. No otro es el origen de las catástrofes en la historia humana”. Eso es precisamente lo que sucede con el Instituto Nacional. Con indiferencia de la pertenencia o no a esa comunidad educativa, pretender que sea un asunto de simples violentistas, es de alguna manera ocultar responsabilidades.
El Instituto Nacional es tan antiguo como nuestra República y su ubicación, al lado de la Universidad de Chile y a pocos metros del Palacio de La Moneda, representa simbólicamente la importancia de la educación pública en la construcción de nuestro país. Su crisis actual, de algún modo, es resultado de la incompetencia de la política para proteger ese patrimonio inmaterial.
Pero las imágenes del viernes pasado, manifestación de una impotencia colectiva en la cual un grupo de encapuchados son capaces de alterar el normal funcionamiento de la comunidad escolar, con autoridades torpes en cada oportunidad para abordar las dificultades, dan cuenta de que el Estado ha sido incapaz de resolver una crisis que cada día empeora.
Cuando se produjeron las tomas del año 2014 en ese establecimiento, y el asunto llegó a tribunales, la Corte Suprema señaló que «no se debe confundir la licitud de la protesta social, que (…) puede ser relevante para generar debates en la opinión pública, con el empleo de mecanismos que se caracterizan por el uso de la fuerza», aun estos busquen satisfacer fines nobles como las mejoras en educación.
Como advirtió Jared Diamond, la desigualdad genera «envidia, furia o desesperación», y cuando los ciudadanos no ven soluciones oportunas, o estas se dilatan injustificadamente en el tiempo, «puede que acaben por no ver otra alternativa que amotinarse». El caso del Instituto Nacional, que comenzó con legítimas demandas de infraestructura y convivencia interna, ha terminado en un conflicto violento y completamente descontrolado en el cual la única alternativa es, según muchos, la persecución penal de esos jóvenes violentos como si los asuntos de convivencia democrática -que la escuela pública debería representar- se resolvieran con escuetos castigos penales.
Pero lo cierto es que tras este caso hay algo más puro que el castigo. Hay familias y estudiantes, la mayoría de ellos de talento destacado, que ven cómo su esfuerzo y las posibilidades de la movilidad social de la educación pública que les ofrece el Instituto Nacional se les está escapando frente a sus narices. Y hay también un Estado que por años ha incumplido sus compromisos y que ahora se enfrenta a una verdadera catástrofe. Una que puede poner fin a uno de los símbolos de nuestra vida republicana y, con esto, la pérdida de una parte de nuestra identidad.