Tras el inicio de las discusiones del pleno de la Convención Constituyente, las reacciones sobre algunos errores o defectos en las propuestas de norma no se dejaron esperar. Editoriales, comentaristas, gremios empresariales y algunos ‘intelectuales públicos’ han considerado —al parecer con pleno desconocimiento de las reglas de procedimiento que rigen la Convención— que esas fórmulas son escandalosas, que condenarán al país a la ruina y a un Estado fallido.
El problema de reacciones de ese tipo es que en nada contribuyen a objetar las malas ideas. Si todo es un escándalo, si la simple idea de discutir un aspecto estructural de las inercias clásicas de nuestra política pública es perjudicial, entonces esos disidentes terminan siendo una caricatura de sí mismos.
Dado el momento en el que nos encontramos, necesitamos contrastar los legítimos puntos de vista de un modo leal. Es lo que sucede precisamente con tratar de comprender por qué llegamos a una propuesta tan radical de «estado regional». La razón, en mi opinión, se encuentra en procesos de descentralización incompletos que sólo han acumulado frustraciones desde los inicios de la República.
Los textos constitucionales de 1811 a 1828 dan cuenta de la disputa sobre como articular el poder de las provincias. La Constitución de 1833 decidió optar por el ‘orden’ y, a través de la ley de régimen interior de 1844, estableció una ‘verdadera cañería del autoritarismo’. La Constitución de 1925 prometió descentralizar el poder con la creación de las asambleas provinciales, pero la ley que permitía su funcionamiento nunca se dictó. Tras el retorno a la democracia, la promesa de descentralización efectiva nuevamente se consagró. En 1991 se crearon los gobiernos regionales como entidades constitucionales con personalidad jurídica, pero una vez mas la pretensión descentralizadora quedó condicionada por la inercia de un pasado que impidió ejecutar el propósito de esa reforma.
El último intento fue una ley de 2018 que buscó dar cumplimiento a la norma constitucional que permitía la transferencia de competencias desde el nivel central. Sin embargo, el Congreso fue extremadamente cauto y dejó que la decisión de esas transferencias quedara en manos del Presidente hasta el 10 de marzo de 2022, sin posibilidad de que las regiones demandaran algunas de estas en ese período.
La propuesta de estado regional adolece de graves defectos que deben ser corregidos, pero asumir que esta es resultado de un impulso refundacional es errado. Aquella objeción omite, con un facilismo que asombra, que su contenido expresa la persistente frustración de procesos de descentralización incompletos, que hoy, de un modo torpe quizá, ven en la Convención la única oportunidad de cumplir con esa vieja promesa.