Aburridos por los rayados en su sede, el Colegio de Arquitectos juntó recursos para protegerla con pintura antigrafiti e inició una campaña para difundir el valor histórico de esta gran obra de Luciano Kulczewski. El resultado fue nulo. Las rayas han vuelto a aparecer luego de cualquier marcha o mitin urbano, y su fachada está cada vez dañada.
En el barrio de Lastarria ocurre lo mismo, y también en los tajamares del río Mapocho que se han transformado en un museo del deterioro, donde artistas autoconvocados nos obligan a mirar sus marcas sin curatoría, talento ni participación ciudadana.
La verdad es que el vandalismo se ha extendido como plaga en muchas ciudades del país y los esfuerzos de los municipios parecen tan infructuosos como la gestión del Colegio de Arquitectos. La razón es que el costo de vandalizar es muy bajo. La mayoría de los infractores operan de noche o amparados en la multitud y si llegan a ser pillados se sacan selfies con las multas, ya que saben que no las pagarán.
Algo parecido ocurría en Nueva York en los 70, hasta que el municipio decidió tomarse en serio el problema. Prohibió la venta de sprays a menores de 18 años, coordinó a todos sus departamentos para fiscalizar, elevó las penas y creó sistemas efectivos para cobrarlas. En paralelo inició un trabajo cultural en escuelas para enseñar la importancia del espacio público y organizó festivales donde los grafiteros podían pintar murales.
El éxito fue rotundo, y la clave fue combinar una política de «garrote y zanahoria», donde se traspasa el costo del vandalismo al infractor, y se premia el talento y la voluntad de los artistas para operar en un marco mínimo de respeto por la ciudadanía.
En Chile debemos replicar esta fórmula. Como garrote, debemos descontar el monto de los daños de los beneficios que reciben los infractores de Estado en impuestos, transporte público o educación, o de sus padres cuando son menores de edad. Y como zanahoria hay que masificar el exitoso modelo de las Plazas de Bolsillo, llenando la ciudad de colores, mediante concursos donde participen todos los grafiteros, con los vecinos como jurados.
Para el garrote se requiere una nueva ley en cuya tramitación no caben dobles discursos. O se está a favor de la regulación del Estado y el respeto por la participación ciudadana, o de un neoliberalismo que premia un individualismo exacerbado, donde se permite destruir bienes que nos pertenecen a todos. Esperemos que prime lo primero, como ha ocurrido en París, Nueva York, Cuzco y casi todas las ciudades que admiramos por la protección de su patrimonio urbano.