Para recuperar la confianza ciudadana en las instituciones públicas, responder con razonable eficacia a demandas sociales que crecen en número y complejidad, y optimizar el uso de los recursos públicos en tiempos de mayores restricciones fiscales, Chile necesita un mejor Estado. Si bien subsisten en el mundo político naturales discrepancias acerca del rol y tamaño del Estado, pocos dudan de la crucial importancia de mejorar el desempeño del que hoy existe.
Gobiernos cortos sin reelección requieren, cualquiera sea su signo, responder a las expectativas ciudadanas, movilizando con agilidad y eficacia al aparato público. Una ciudadanía conectada, impaciente y demandante, desafía al límite a un Estado que, en muchas dimensiones, parece responder a estructuras y formas de funcionar más propias del siglo pasado que del actual. Por cierto, las fallas del Estado no duelen a todos por igual.
Algunos pueden escapar de la salud o educación estatal, o incluso de la seguridad pública, recurriendo a la oferta privada y pagando por ella. Pero la gran mayoría depende exclusivamente de lo que el Estado ofrece. Un mejor Estado, entonces, conduce a una sociedad más equitativa. Por otro lado, todo discurso populista se nutre de la combinación entre frustraciones sociales y desconfianza en las instituciones de la democracia representativa. La ineficacia estatal es, por tanto, su mejor aliada. ¿Por qué, entonces, los esfuerzos por mejorar la gestión pública no han tenido la prioridad que merecen? ¿Por qué la inercia le gana al cambio, pese al aparente acuerdo transversal acerca del diagnóstico y las principales vías de solución?
En efecto, se han acumulado ya suficientes estudios de expertos vinculados a centros de estudios de diversa orientación política, que parecen dibujar una hoja de ruta esencialmente compartida para abordar temas complejos, pero ineludibles, como la reforma al empleo público, gestión de tecnologías de información y transformación digital en el Estado, coordinación intersectorial, evaluación de impacto de políticas públicas, mayor transparencia fiscal, flexibilidad organizacional, etc. Por cierto, un proceso de cambio mayor será desafiante. Habrá que amarrar acuerdos políticos amplios, pero, a la vez, concretos.
Será necesario involucrar y entusiasmar a los trabajadores del sector, así como a los ciudadanos, a quienes se debe la gestión pública. El gobierno deberá dedicar tiempo y esfuerzo que suele asignar a otras tareas, en tanto la oposición deberá preferir el apoyo a la crítica. No cabe, pues, subestimar las exigencias que impone un proceso de reforma de envergadura. Pero la magnitud del esfuerzo palidece, frente a lo que Chile se juega al tener un Estado competente o mediocre; apreciado o cuestionado por la ciudadanía; íntegro, o permeable a la corrupción. Pocos ámbitos se ofrecen mejor para un acuerdo nacional, en que todos ganan, que aquel que ponga al Estado a la altura de las expectativas sociales y de las posibilidades tecnológicas de hoy.