Imaginemos que usted quiere remodelar su casa y tres arquitectos
diferentes le presentan sus proyectos, cada uno con sus propias
definiciones y precio. Usted es capaz de elegir cuál de las tres propuestas
le gusta más, así como cuál resulta más barata. Pero, ¿cómo combinar
ambos elementos? En un mundo ideal, uno podría elegir el proyecto que
más le gusta y luego hacer competir a los arquitectos para determinar
quién le cobraría menos por realizarlo.
Algo similar ocurre con las decisiones sobre cómo utilizar calles, parques y
plazas, especialmente cuando se trata de entregarlos en concesión a una
empresa privada. En términos generales, la ciudadanía está en
condiciones de elegir libremente si quiere transformar nuestros parques en
lagunas artificiales, construir teleféricos en nuestros cerros o autopistas
pagadas en nuestras calles. Con todo, tanto la ciudadanía como los
organismos públicos que actúan como sus representantes enfrentan
severas dificultades para determinar si la rentabilidad de la empresa
oferente es competitiva, si los materiales con los que se construye son
apropiados, si los costos están inflados, en fin. Al igual en el caso anterior,
esta dificultad para comparar alternativas diferentes puede provocar que la
ciudadanía termine pagando de más con tal de quedarse con su proyecto
favorito.
En las últimas décadas hemos ido acumulando un volumen importante de
experiencia en materia de concesiones y asociaciones público-privadas.
Esta experiencia muestra que es mucho mejor separar los concursos en
los que las empresas compiten con “ideas” sobre cómo utilizar los espacios
públicos de aquellos concursos donde las empresas compiten por ejecutar
esas ideas. En el primer caso, es perfectamente razonable que el concurso
sea decidido mediante un plebiscito u otra forma de participación
ciudadana. Al contrario, la ejecución de la idea ganadora es un asunto
esencialmente de costos y debiera adjudicarse a la empresa que cobra
más barato.
Alguien podría objetar que en este esquema las empresas tienen pocos
incentivos para presentar ideas, o bien que contratar al ejecutor más barato
puede redundar en obras de menor calidad. Ambas objeciones son ciertas,
pero empaquetar los concursos sobre ideas y ejecución únicamente agrava
el problema. Para evitar lo primero es necesario que la recompensa por
ganar el concurso de las ideas sea lo suficientemente atractiva. Para evitar
lo segundo, por su parte, es necesario que la recompensa asociada a la
ejecución de las ideas dependa efectivamente de la calidad de la obra.
En definitiva, la participación ciudadana es una gran herramienta para
decidir cómo queremos utilizar el espacio público, pero no es tan buena a
la hora de asegurarnos de que estamos pagando el precio adecuado por
estas obras de infraestructura.