En 1944, el seminario de derecho público de la Universidad de Chile publicó un libro de entrevistas sobre ‘Los constituyentes de 1925’. Habían pasado pocos años de la dictación de la Constitución y ya se había generado una reforma importante, en 1943, en materia de iniciativa exclusiva y control del presidencialismo. Para los promotores de ese texto los elementos fidedignos para el estudio de la Constitución eran escasos y, además, sus protagonistas estaban siendo asediados por el tiempo.
Pero los investigadores buscaban también respuesta a otra pregunta: ¿cómo podían responder los protagonistas del 25 a las inquietudes del 44? El resultado es asombroso, todos mantenían la misma preocupación: la estabilidad del régimen político y la descentralización del poder. Como escribió Aníbal Bascuñán en su introducción, ‘a veces, la fragilidad del recuerdo y el orgullo humano se complotan para proporcionar versiones contrapuestas de los hechos’, de modo que ‘mientras la bruma del tiempo cumple su sino’ los rasgos renovadores de lo que era el texto de 1925 ‘no han pasado de ser meros deseos constitucionales en tranquila e indefinida espera’.
Por momentos, la insolencia que acompaña a la ignorancia cree que las reflexiones sobre los problemas de cómo distribuir el poder en nuestra democracia comenzaron con el presente, y que en la historia republicana otros nunca se vieron enfrentados a los dilemas que nos revela la actualidad. Basta leer los testimonios de los constituyentes de 1925 para darse cuenta de que afirmaciones como esas esconden una profunda tosquedad.
Cuando el Presidente Salvador Allende, en su última disputa constitucional en mayo de 1973, impugnó ante el Tribunal Constitucional el ejercicio abusivo de las facultades del Congreso, recordó lo costoso que había sido en nuestra vida institucional el incumplir las reglas de distribución de competencias entre los poderes del Estado. Su argumento jurídico fue el preludio de lo que fue más tarde su testimonio político en septiembre de ese año.
Cuando se debate sobre la propuesta de sistema político con prescindencia de esa historia constitucional; cuando las intervenciones de los convencionales sólo tienen por finalidad alentar a sus audiencias en redes sociales; cuando se buscan reacciones afectivas en lugar de desarrollar argumentos; cuando se persigue la popularidad instantánea por sobre la razón; y cuando el problema ya no es la verdad de lo que se discute sino la versión alternativa de los hechos, la Convención entonces comienza a transformarse peligrosamente en una caricatura de sí misma.
Porque como quiso advertir Bascuñán en 1944, a veces la fragilidad del recuerdo y el orgullo humano complotan contra las instituciones y sus herencias.