Uno de los dilemas centrales de la política es como transformar las palabras en acción, el deseo en faena y el ideal en una realidad posible. La alternancia en el poder tiene varios beneficios, pero uno de los centrales es que cuando la oposición arriba al gobierno debe entender que la retórica de sus consignas es una simple inscripción de protesta, si no es capaz de comprender con rapidez que en el Estado sólo es posible avanzar con acciones eficaces. Resignarse a ese proceso es quizá el costo más importante al instalarse por primera vez en el Ejecutivo.
Estas últimas semanas de la administración Boric son el mejor reflejo de esto, y su visita a la Araucanía la expresión de lo que implica entender las complejidades del ejercicio del poder. Las declaraciones del Presidente estuvieron llenas de significado, porque son resultado de una comprensión de la realidad para quien, hasta hace poco, argumentaba al compás de unas pancartas.
Sus dichos —sobre la comisión de actos terroristas en la región, la necesidad de perseguir a los culpables, atender a las víctimas, sostener que quemar iglesias y escuelas no son reivindicaciones de ninguna lucha digna sino la herencia más abyecta de los autoritarismos negadores de la dignidad humana y que ningún acto de violencia amedrentará al Estado para ejercer su poder— son resultado de descifrar que la Presidencia de la República no es sólo un lugar simbólico. Para “habitar” correctamente el cargo, es necesario ejecutar con decisión.
Porque si hay un asunto que resulta claro en el ejercicio del Poder Ejecutivo es asumir que las necesidades públicas son complejas, que los organismos estatales son fragmentados y que los recursos públicos son escasos, por lo que requieren de priorización y rendición de cuentas.
Este principio de realidad es también el que deben asumir quienes participan de la disputa electoral y pretenden conquistar la Presidencia, Porque como explicaron Rittel y Weber hace casi cinco décadas, “los problemas sociales nunca se resuelven. En el mejor de los casos, sólo se solventan transitoriamente una y otra vez”.
Lo honesto, como afirma Beth Noveck, es que promovamos una idea mucho más compleja: “que los problemas públicos sólo pueden ser manejados o abordados”, porque “por más exitosa que sea una intervención pública, siempre quedarán cosas por hacer”. De ahí que los problemas públicos de hoy tengan su origen, inevitablemente, en las soluciones de un pasado reciente.
Quizá esa simple explicación facilite la conciliación sobre las distintas interpretaciones de nuestros últimos treinta años, y permita vislumbrar de mejor modo por qué en el Estado las palabras requieren transformarse en acción, como parte de un curso progresivo en el cual los desenlaces nunca son definitivos.