La elección de María Luisa Brahm como presidenta del Tribunal Constitucional (TC) ha dejado en evidencia algunas cuestiones de su diseño institucional. Sus últimos tres presidentes han sido jueces que fueron designados por quien ejercía el cargo de Presidente de la República (Carmona, Aróstica y ahora Brahm) y los tres actuaron como asesores de quienes los nombraron, transformándose en una especie de custodios de sus reformas. El desempeño de Brahm en el TC ha sido hasta ahora relativamente predecible, sin embargo, es justo reconocer que en dos temas sus intervenciones fueron importantes para las sensibilidades progresistas.
Por un lado, su voto fue decisivo para rechazar la impugnación del proyecto de ley de interrupción del embarazo y, por la otra, con su voto fue posible que en casos emblemáticos de derechos humanos se hubiese logrado empate y con esto los requerimientos de militares fueran rechazados. Pero el TC que deberá presidir Brahm es algo más complejo. Por un lado, la elección da cuenta de una evidente fragmentación interna. Por el otro, el número de causas ha aumentado sustancialmente. Mientras en 2015 ingresaron 186 casos, en 2018 ese ingreso fue de 1.663.
Esto ha generado una notoria demora en la dictación de sentencias y una compleja gestión del Tribunal. Brahm deberá, en su condición de juez, dar muestras públicas de independencia e ingratitud con el gobierno del Presidente que la nombró, le corresponderá gestionar un tribunal dividido y con un retraso de causas importantes, pero además deberá consensuar la opinión del TC para una reforma que resulta cada vez más evidente e inevitable.