Una de las explicaciones habituales de la Constitución es que esta sirve como marco para que el sistema democrático pueda conciliar intereses plurales en una sociedad diversa. Por lo mismo, es necesario entenderla como un conjunto de instituciones y procedimientos para adoptar decisiones colectivas, sucesivas en el tiempo.
Pero existe otra alternativa para comprender la Constitución. Y es explicarla como una estructura de valores, lo que se traduce en tratar de consagrar criterios morales en cada una de las normas que se establezcan, como si fuera un verdadero libro sagrado. Quienes promueven esta visión olvidan con facilidad que reglas de ese tipo deben ser escasas, porque el efecto que produce la Constitución es que sustrae de las mayorías regulares del sistema democrático asuntos que consideramos esenciales en una sociedad. Una Constitución basada ampliamente en el dilema del bien y del mal moraliza el sistema político y sanciona con facilidad al disidente.
Si apreciamos las discusiones en las comisiones de la Convención en la última semana, y con probabilidad en los próximos días, es posible encontrar ejemplos de estos dos modos de comprender la Constitución. Los primeros tienen cierta confianza en las instituciones que construyen; los segundos tienen sospechas de la política y sus participantes.
Irónicamente, quienes ven la Constitución como una estructura de único ‘bien’ se parecen demasiado a los autores de la Constitución de 1980. La dictadura construyó sus reglas a la luz de los ‘principios’ que difundió en marzo de 1974. Un texto lleno de ‘valores’, con la retórica de la reconstrucción y con la finalidad de enfrentar la ‘maldad’ del ‘marxismo’. Por eso sus normas son maximalistas, limitaron la democracia y condicionaron cada política pública que se pudo discutir. Ese maximalismo y las restricciones democráticas explican su crisis, y dejan en evidencia por qué para la extrema derecha este proceso es la pérdida de su ‘texto sagrado’.
Como expresó Sumption, la función principal de la Constitución es diseñar un sistema que permita a la democracia conciliar, en las decisiones que adopta, los diferentes derechos e intereses que expresan sus ciudadanos. Para que eso suceda no puede imponer una moral constitucional, sino garantizar la participación efectiva en el sistema político para mediar en la disconformidad y el disenso, sin condicionar sus resultados por anticipado.
Por lo mismo, algunos convencionales no deberían caer en la misma trampa de la política que critican con furia, al alentar ‘ofertas’ poco realistas como si fueran pujas de una subasta entre buenos y malos. Cuando ese remate de promesas se produce en la Constitución, la frustración y la desconfianza están garantizadas.