A cinco semanas que se cumpla el plazo para que exista una propuesta constitucional que sea revisada por la comisión de armonización, aún no se discuten los temas sustantivos que justificaron la suscripción del acuerdo que viabilizó este proceso. Si tras las movilizaciones de octubre de 2019 existió un compromiso que el nuevo pacto constitucional debía basarse en la solidaridad, representado por un robusto sistema de derechos sociales, estos aún no tienen siquiera un primer informe.
Para algunos la Convención vive una crisis interna. Ejemplo de eso sería el amplio rechazo de las normas contenidas en los informes que han sido conocidos por el pleno. Para los promotores de esta tesis, la rotunda desaprobación de la propuesta de sistema político es la manifestación más evidente de esta crisis. Para otros, lo que sucedió es parte del proceso deliberativo. Más de un convencional ha señalado, con una osadía que deslinda en la soberbia, que esto se debe a que el país hasta ahora desconfía de la democracia porque no la conoce.
Lo cierto es que la Convención está lejos de su idealización inicial. No es el espacio deliberativo, equilibrado y tolerante de personas prudentes que muchos soñaban, pero tampoco es un sitio integrado por revolucionarios que buscan refundar el país sobre la base de tesis improbables. Es, sencillamente, un lugar donde se ejerce la política, con sus virtudes y defectos.
El punto, sin embargo, es que temas esenciales del debate constituyente aún están diferidos. Los derechos sociales son lo más evidente, por la trascendencia que tienen en la historia de este proceso. Pero también instituciones mal planteadas, como el Consejo de la Justicia, cuyo diseño pone en riesgo la independencia de los jueces, o el sistema político, que hasta ahora es con suerte una lluvia de ideas, sin ninguna consistencia y alejada de toda evidencia empírica.
¿Esto es suficiente para que el proceso fracase? No. Y, en cualquier caso, si tal asunto sucediera existirían responsabilidades que van más allá de los convencionales. Lo que le falta a la Convención es tiempo. Hay quienes creen que la prórroga no tiene sentido porque nada cambiaría en las posiciones internas. Eso sería cierto si la Convención hubiese tenido la oportunidad de discutir todos los temas. Pero tal cosa no ha sucedido. Asuntos primordiales ni siquiera tienen informe con propuestas.
Es razonable esperar, por la sanidad del proceso pero también por quienes participan en él —los convencionales y sus asesores, que a estas alturas no tienen días ni horas de descanso— que el Congreso promoviera una prórroga de algunos meses, sin condiciones de por medio, porque más allá de la contingencia e indignaciones personales, está en juego la estabilidad de nuestra convivencia actual y futura.