El convenio suscrito entre la Conferencia Episcopal y el Ministerio Público,con la finalidad de proveer de un «marco de colaboración» para las investigaciones por delitos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia Católica, abrió una controversia porque constituiría un privilegio inadmisible, siendo, además, innecesario para la persecución penal.
Pero existe un aspecto adicional. A partir de las investigaciones del caso Karadima se ha vuelto a discutir acerca de los aspectos institucionales de la Iglesia Católica, un debate que el Ministerio Público, al parecer, olvidó al suscribir este acuerdo.
Desde que en 1856 se produjo “la cuestión del sacristán”, un asunto en el cual el arzobispo de Santiago se resistió a cumplir una sentencia de la Corte Suprema y que terminó incluso provocando un quiebre en el Partido Conservador, ha existido una tensión sobre la posición institucional de la Iglesia Católica, especialmente tras su separación del Estado determinada por la Constitución de 1925.
Durante la discusión de la Ley de Iglesias en la década de los 90, según
consta en las actas del Congreso, la Iglesia Católica trató de sostener la
existencia de un concordato tácito entre el Estado de Chile y el Estado
Vaticano, lo que le permitía no sólo distinguirse del resto de las
confesiones religiosas, sino que también mantener la aplicación de su
propio sistema jurídico, el Derecho Canónico, que entre otras cosas se
refiere a las investigaciones penales. Si bien la Iglesia Católica no pudo
obtener una norma explícita para ella, sí logró que el Congreso
estableciera una regla que reconocía para las iglesias anteriores a la ley el respeto por su propio estatuto. Ello garantizaba que no se verían afectadas por las nuevas normas que se dictaban. Desde entonces, esta institución sus abogados y los profesores de Derecho ligados a ella han sostenido que dicha ley mantuvo inalterado su propio sistema legal.
Los escándalos por abusos sexuales de los últimos años han obligado a la Iglesia a moderar su discurso en este tema y ha debido aceptar la aplicación de las normas penales nacionales a sus miembros. Pero ha mantenido una conveniente ambigüedad acerca del rol y la prevalencia que les corresponden a sus reglas en estas investigaciones, así como del respeto que las instituciones nacionales deben tener por las que provienen del Derecho Canónico. El informe Scicluna y las solicitudes de información posteriores son un buen indicio de esa útil vaguedad.
Por eso, el convenio que accedió a firmar el fiscal nacional es de algún
modo una manera de reconocer esa ambigüedad. Un absurdo provocado sencillamente porque no se entiende —o derechamente se ignora— lo que ha estado en juego en este tema desde los inicios de nuestra República.