Como muestran diversas encuestas de opinión pública, por ejemplo, la del Centro de Estudios Públicos y la de Espacio Público, desde hace años la delincuencia se ha transformado en una preocupación principal de la ciudadanía. Como era de esperar, esto ha generado diversas reacciones y estrategias por parte de las autoridades para lidiar con el fenómeno de la delincuencia. Una de las respuestas más tradicionales ha sido la presentación y aprobación de proyectos de ley. En otras columnas he tenido oportunidad de explicar la lógica que hay detrás de la dinámica de presentación de los proyectos (Política criminal guachaca, 19 de marzo de 2021). En esta ocasión pondré foco en uno de sus impactos.
En un trabajo reciente, Alejandra Luneke, de la Universidad Alberto Hurtado, registra la dictación de 388 leyes en materia de seguridad entre los años 1990 y 2023 (octubre). Además, constata un crecimiento de la tendencia a legislar en esta materia en los últimos años, por ejemplo, al identificar la existencia de 100 proyectos de ley en discusión (59) o publicados (41) solo en 2022 y 2023 (octubre) en la Comisión de Seguridad Ciudadana de la Cámara. Esto la lleva a denominar este fenómeno, en mi opinión correctamente, como un frenesí legislativo en materia de seguridad.
El trabajo de Luneke también hace un esfuerzo por clasificar estas leyes desde la perspectiva de su orientación político criminal y contenidos, distinguiendo entre las de orientación punitiva y no punitivas (en su texto se define con precisión el alcance de cada categoría). Considerando el período 1990-2023 (octubre) señala que las leyes de orientación punitiva constituirían cerca del 39% del total de las aprobadas (151 de 388). En cambio, si se mira solo los últimos años, 2021-2023, esa cifra subiría a cerca de un 74% (51 de 69 leyes).
La legislación de orientación punitiva se caracteriza por incluir elementos que ponen énfasis en aumentar el control y castigo de los delitos. Sus expresiones más evidentes son las leyes que establecen nuevos delitos o amplían la tipificación de algunos ya existentes y otras que aumentan las penas de ellos. Ejemplos sobre esto hay varios en los años recientes. También es posible observar que se ha avanzado en nuestro país en este período en aprobar distintas regulaciones que limitan el uso de penas alternativas para ciertos delitos y casos, otras que han restringido el acceso a beneficios penitenciarios asociados al cumplimiento progresivo de las penas privativas de libertad y una serie de reformas que facilitan el uso de la prisión preventiva durante el proceso penal. Otras varias leyes han cambiado el sistema de determinación de las penas asignadas a ciertas categorías de delitos, aumentando de esta forma de manera fáctica sus penas al impedir a los jueces bajar de los mínimos señalados por el legislador en abstracto. En fin, se han regulado también nuevas agravantes para ciertos delitos, entre otras.
Junto con estas leyes, también es posible observar un medioambiente cultural en el que se ha reforzado una expectativa punitiva. En él, es probable que los distintos funcionarios administrativos o judiciales que deben decidir casos se sientan restringidos en aplicar sus facultades legales cuando ellas apuntan a decisiones contrarias a la expectativa sancionatoria. De esta manera, sin necesidad de ley, se refuerzan también comportamientos punitivos.
Este escenario normativo y cultural tiene un impacto significativo en el sistema penitenciario que suele ser olvidado en el debate público y que es necesario tener a la vista. Como muestra la tabla, en los últimos años (2019-2023) se ha producido un aumento importante de la población en recintos carcelarios y el total de la población atendida por el sistema penitenciario. Para graficar lo anterior tomo la estadística del 31 de octubre de cada año entre 2019 y 2023 obtenida de la página web de Gendarmería de Chile.
Como se puede observar, excluyendo los años 2020 y 2021 afectados por la pandemia, la población en régimen de control cerrado (la cárcel tradicional), ha tenido un aumento importante. Este es de 17% entre 2022 y 2023 y de 18,5% respecto de 2019, si es que ocupamos el año previo a la pandemia como punto base de comparación.
Una situación similar, pero más pronunciada, se produce si observamos el aumento del total de la población atendida por el sistema penitenciario, que es de 24,5% con respecto al año 2022, y de 22,4%, si comparamos con el 2019. Un aumento más moderado se produce en el total del subsistema cerrado, que incluye a los sistemas de control semiabierto y abierto.
Cabe señalar que en este mismo período las tasas de victimización de los delitos de mayor connotación medidos por la ENUSC o instrumentos como el Índice Paz Ciudadana se han mantenido estables. Con todo, la evidencia desagregada sobre delitos violentos, como el homicidio, los secuestros y los robos con violencia, cuya incidencia en los promedios generales es baja, muestran crecimientos relevantes, pero por sus números difícilmente explican estos aumentos.
Esta alza de población en recintos de control cerrados ha agravado los problemas de hacinamiento de nuestro sistema penitenciario. Al 31 de octubre de 2023 Gendarmería señala que el uso estaba en un 124,1% de la capacidad, es decir, más de 10 mil personas por sobre los cupos reales disponibles en los recintos penitenciarios, y 12 de las 16 regiones del país tendrían población que excedería el 100% de la capacidad instalada, estando algunas de ellas en una situación crítica, como la Región de Atacama, con un 219%, y la del Maule, con un 183% de ocupación. La Región Metropolitana estaría en el quinto lugar de hacinamiento nacional, con un 139% de uso de su capacidad.
Si el análisis se realiza por recintos penitenciarios, la situación es aún más dramática. Así, las 10 cárceles más hacinadas en el país superan el 200% de uso y una (C.D.P de Tal Tal) incluso el 400%.
Las consecuencias de esto son gravísimas desde muy distintos puntos de vista y perspectivas. Abordarlas todas en detalle es imposible en una columna de esta naturaleza, por lo que identifico las grandes áreas de impacto y algunos ejemplos de ellos, sin pretender realizar una revisión exhaustiva, sino solo para ilustrar la magnitud del problema.
Desde el punto de vista de los derechos fundamentales, las condiciones de hacinamiento dificultan que el cumplimiento de penas se haga con niveles mínimos de dignidad, aumentando de manera fáctica su gravedad. Problemas serios como la falta de un espacio mínimo para dormir, de acceso a alimentación adecuada, de atenciones de salud, entre otras, se ven comprometidas en el escenario actual. Para qué hablar respecto de las condiciones que se generan para el incremento de la violencia al interior de los recintos penitenciarios.
A lo anterior se suman los serios problemas que el hacinamiento genera para la administración penitenciaria. Un mismo personal se ve obligado a prestar funciones para un universo mucho más grande de internos en condiciones que dificultan, además, el cumplimiento de ellas. Horas excesivas de trabajo, condiciones de violencia incrementadas, entre otras, aumentan los problemas de estrés, salud mental y solicitud de licencias por parte de los funcionarios de Gendarmería y deteriora las ya precarias condiciones en que ejercen su trabajo. Como marco de fondo es necesario considerar que ellas son también reflejo de algunas debilidades estructurales de nuestra institucionalidad a cargo del cumplimiento de las penas que hace años requiere de un proceso de modernización y fortalecimiento y en lo cual hemos avanzado poco o nada.
Desde una perspectiva distinta, el hacinamiento imposibilita el cumplimiento de expectativas mínimas de resocialización al dificultar la adecuada segregación de los reclusos, no tener una oferta programática de atención, capacitación o trabajo capaz de cubrir a la población, entre otras. Si ya es difícil que la cárcel ayude en el desistimiento criminal a futuro, en condiciones de hacinamiento como las actuales ello parece ser una quimera.
Como si lo anterior fuera poco, el hacinamiento y pérdida de control en los recintos penitenciarios aumenta los riesgos de corrupción al interior de la cárcel y que en ellas las organizaciones criminales puedan seguir en funcionamiento, articularse y potenciarse incluso a través del reclutamiento de nuevos integrantes. No se trata de problemas en abstracto, sino de realidades que incluso han sido recogidas en diversos reportajes de investigación en prensa escrita en meses reciente, como por ejemplo en Ciper, o en medios audiovisuales como CHV, o en testimonios obtenidos de funcionarios penitenciarios en El Mercurio.
Lo que más sorprende en el debate legislativo y público sobre seguridad en la actualidad es que esta dimensión, que rápidamente he revisado sobre el impacto de las políticas punitivas en materia penitenciaria, no sea considerada como un elemento central del cual es necesario hacerse cargo o considerar al discutir nuevas leyes o iniciativas que promoverán un uso mayor de la cárcel.
A modo de anécdota, este año comparecí ante una comisión en el Congreso para informar frente a un proyecto de ley. Uno de mis comentarios apuntaba, en la línea de esta columna, a que dicho proyecto aumentaría la presión al sistema penitenciario sin una justificación muy clara de su conveniencia. La respuesta que recibí de varios legisladores fue algo así como reprocharme que lo único que al parecer me interesaba era proteger a los “derechos de los delincuentes”. Con ello daban cuenta de no tener una comprensión básica del rol del Estado en asegurar el cumplimiento mínimo de ciertos derechos fundamentales, pero tampoco que el problema que genera esta presión al sistema penitenciario es mucho más grande y complejo que eso y afecta incluso a los propios objetivos perseguidos por las leyes que se intentan aprobar. Por cierto, no se trata de un problema que solo se pueda resolver con la idea de construir más cárceles, lo que tampoco es, valga la pena decir, una política fácil de concretar.
No parece posible seguir con este frenesí legislativo en materia de seguridad sin hacernos cargo de una vez por todas, de manera seria y con perspectiva de Estado y largo plazo, del enorme elefante que hay en la cristalería. No hacerlo, es simplemente irresponsable.