Los chilenos vivimos obsesionados con los rankings. Cualquier estudio que nos compara con otros países nos interesa, es titular en los medios y fuente de discusión. Si nos va bien, el Gobierno se adjudica los méritos; si nos va mal, la oposición argumenta que ilustra las limitaciones del Gobierno. Cuando se publica un ranking donde al país le va mal, rápidamente emerge otro, sobre el mismo tema, donde nos va bien y entonces entramos en una guerra de rankings. Estos son tan importantes que hemos tenido acusaciones al gobierno de turno de haber intervenido en organismos internacionales para mejorar nuestra posición en un ranking. O que la oposición buscó influir para que nos fuera peor. Hasta tuvimos el caso de un connotado economista, ganador del Nobel de su disciplina, que tuvo que renunciar a un importante cargo en el Banco Mundial por afirmar que Chile había sido perjudicado en un ranking de la multilateral.
Los temas que abordan los rankings son diversos. Algunos se basan en cifras de dominio público; otros se asocian a las instituciones que los crearon y producen. El primer grupo incluye rankings por ingreso per cápita, crecimiento, distribución del ingreso, esperanza de vida, calidad de la educación y salud. En el segundo grupo destacan índices de competitividad, control de la corrupción, gobernanza, ambiente para hacer negocios, calidad de vida en las ciudades y hasta de felicidad.
No discriminamos mucho sobre la calidad de los rankings; hay instituciones muy serias, otras menos serias e incluso algunas que crean indicadores que se calculan una sola vez. Nuestra capacidad de distinguir la seriedad de un ranking es limitada, además tendemos a sobreinterpretar las fluctuaciones de la posición de Chile de un año a otro. ‘Notable mejora de tres lugares en ranking XX’, titula un medio afín al Gobierno. ‘Preocupante deterioro de dos lugares en ranking YY’, afirma un medio opositor. En los dos casos, lo más probable es que los cambios estén dentro del margen de error y no haya nada sustantivo. Pero, claro y comprensible, titular ‘Sin cambios para Chile en el ranking ZZ’ no es atractivo. Tampoco nos preocupa cómo se construyen los rankings o si miden lo que dicen medir. Parafraseando a Bismarck, ‘los rankings son como las salchichas, mejor ni ver cómo las hacen’.
Muchos de los fenómenos anteriores se han visto durante la pandemia que estamos viviendo. Dos indicadores fueron incluidos en los reportes diarios que publica el Gobierno durante mayo y han vuelto a ser mencionados en las comparecencias diarias esta semana. El primero es el número de test PCR por millón de habitantes, el segundo es la tasa de letalidad de casos (número de fallecimientos acumulados como fracción del número de casos detectados). Las comparaciones que hizo el Gobierno eran con países de América Latina y de la OCDE.
Si se desea medir la capacidad de testeo, el número de test por millón de habitantes no es un buen indicador, porque no captura la demanda por test que hubo en cada país. Un país donde la epidemia se salió de control necesitará mucho más test que uno que logró mantenerla a raya. Una mejor medida es la positividad, es decir, la fracción de test que dan positivo: un valor bajo, digamos inferior al 5%, indica que la capacidad de testeo ha sido adecuada; en cambio, un valor sobre 20% sugiere lo contrario. Así, el hecho que Uruguay haya realizado solo un tercio de los test que ha hecho Chile por millón de habitantes no es informativo, en cambio, que la positividad de Uruguay sea inferior al 2% y la de Chile superior al 25% deja en claro que, a diferencia de Uruguay, nuestra capacidad de testeo ha sido insuficiente.
La tasa de letalidad de casos (TLC) sirve para comparar cómo reaccionaron los sistemas de salud a la pandemia. Dado un número de contagios, la fracción que fallece reflejará la capacidad del sistema hospitalario para atender a quienes se agravan. El valor de este indicador para Chile pasó de 1 a poco más de 2% en las últimas semanas; estábamos entre los mejores países del mundo, ahora estamos en la mitad de la tabla, en el lugar 108 de 215 países, según Worldometer. Sin embargo, la TLC tiene limitaciones serias, ya que su valor no dice nada sobre si la estrategia seguida logró contener la pandemia. Porque es muy distinto tener una TLC de 2% con 100 fallecimientos, que tener la misma TLC con 100 mil fallecimientos. El número de fallecimientos por millón de habitantes sirve para comparar la efectividad de las estrategias adoptadas y con este indicador Chile está mal: más del 90% de los países tienen menos decesos por millón de habitantes que nosotros.
En tiempos normales, la selección de indicadores y rankings son parte del juego político. En situaciones extremas como la que estamos viviendo, uno quisiera que no fuera así. La selección de indicadores que se reportan y se enfatizan durante una pandemia contribuyen a la percepción de riesgo de la población: si se afirma que nuestra TLC es de las más bajas, la ciudadanía entiende que el coronavirus no es peligroso, lo cual evidentemente no es el caso. Y si se quiere que la gente colabore con las medidas de un gobierno con niveles de apoyo muy bajo, es importante que perciba un gobierno preocupado de contener la pandemia, no de ganancias políticas pequeñas. Sería muy valioso que la autoridad no siguiera seleccionando indicadores donde nos va relativamente bien (o no tan mal). Una actitud más humilde y acorde con la realidad contribuiría mucho más a que la ciudadanía confíe en las políticas que se están llevando a cabo para contener la pandemia y colabore con ellas.