El proceso de formación de gobierno que estamos viviendo es extraño. A diferencia de elecciones anteriores, no sabemos aún qué partidos u organizaciones formarán parte del gobierno, ni cuál será el programa a implementar. No conocemos el proceso de negociaciones entre la coalición que apoyó a Gabriel Boric en primera vuelta y los que lo apoyaron en segunda. En definitiva, tenemos incertidumbre sobre la formación del gobierno y su contenido.
Este tipo de procesos sería normal en muchos países, sobre todo aquellos con tradición parlamentaria. Las fuerzas políticas conocen su peso relativo y negocian en torno a los votos que tienen en el Parlamento. Quien ejerce la jefatura de gobierno es quien es capaz de aunar posiciones y negociar el programa de gobierno más factible, asegurando los votos para ello. Usualmente, este proceso se hace de cara a la ciudadanía, con reportes periódicos y convergencias programáticas explícitas. Pero cuando esto ocurre en sistemas presidenciales, las reglas del juego hacen más difícil el proceso.
El presidente electo enfrenta una disyuntiva compleja y novedosa. El programa de gobierno con el que pasó a segunda vuelta parece ser la hoja de ruta con que algunos en su coalición quisieran gobernar, pero es poco realista ignorar que el abandono, en parte, de ese programa fue clave en la victoria de diciembre. Pero no solo se trata de cambios programáticos -Lagos ya lo había vivido en 1999- sino también en el equipo. En el pasado, la coalición ganadora tenía cuadros, peso electoral y cupos legislativos suficientes para negociar solo dentro de sus propios partidos. Esta no es la ocasión.
Entonces, el gobierno electo se enfrenta a la disyuntiva de crear un gobierno de minoría -basado en su coalición original y con el peligro constante de verse imposibilitado de aprobar reformas- o, por otro lado, un gobierno de coalición, en el que sean capaces de incorporar a fuerzas políticas distintas a Apruebo Dignidad a espacios de decisión. Esta última opción, seguramente, implicaría la renuncia de algunas propuestas y cuotas de poder, a cambio de la posibilidad de gobernar. Decisión difícil, que promete frustrar expectativas en todos los escenarios.
Es esperable que esta no sea la última vez que tengamos este dilema. La caída en desgracia de las coaliciones de la transición, sumado al desprestigio de los partidos e instituciones políticas, tornarán este proceso en algo más incierto hacia delante. Una incertidumbre que nuestro sistema presidencial no es capaz de absorber ni procesar. La élite empresarial y los medios urgen la designación de la cartera de Hacienda, con la expectativa de que eso marque la línea programática y política. Pero ignoran que estamos ante un gobierno que tendrá cuatro años para deshacer sus decisiones y que tendrá que implementar una nueva Constitución. La clave ya no está solo en el manejo económico, sino en las alianzas políticas. Necesitamos un sistema que transforme esta incertidumbre en oportunidad y nos acostumbre a entender que el compromiso y la negociación son señales de madurez, no de traición.