Uno de los aprendizajes más concretos del estallido social tuvo que ver con la incapacidad de nuestro régimen político para hacerse cargo de gobiernos en crisis. En el peor momento de la administración Piñera, no contábamos (y no contamos aún) con mecanismos no traumáticos para remover a un gobierno. Ante momentos de crisis como los que vivimos, nuestro sistema se debate sobre la sobrevivencia de la democracia, no la sobrevivencia del gobierno de turno.
Por otro lado, el presidencialismo chileno tiende a la formación de gobiernos de minoría. Si bien las atribuciones del Ejecutivo nos permiten hablar de un hiperpresidencialismo en términos legales, la consecuencia de nuestro diseño institucional es que los gobiernos no pueden llevar adelante sus programas de gobierno. Le pasó a Lagos con su reforma a la salud, a Bachelet con la baja cohesión de su coalición, a Piñera en ambos gobiernos. Por cierto, le pasará a Boric en el período que viene. Nuestro sistema, como está diseñado, tiende al bloqueo y la inacción. Con la premisa de los controles del poder, hemos sostenido un sistema que inmoviliza.
Ahora, ¿por qué eso es complejo? Chile tiene un nivel particularmente bajo de confianza en las instituciones que tienen a cargo la conducción política. Una hipótesis es que, en gran parte, eso se debe a la nula capacidad que tienen de cumplir sus promesas. El bloqueo que genera el sistema presidencial hace que los programas de gobierno sean meras declaraciones vacías, donde la gente sabe que no se podrán llevar adelante por falta de mayorías parlamentarias.
Lo interesante es que todo este diagnóstico sobre las fallas del sistema actual ha estado presente por años en el debate público. Muchos hemos levantado la voz para decir que no tiene sentido escribir una nueva Constitución llena de derechos si no modificamos los engranajes que los harían exigibles. La evidencia latinoamericana es clara, mantener el sistema actual con una Constitución que promete más en términos sustantivos, es una ruta probable a mayor autoritarismo y menos confianza. Sin embargo, el debate se ha llenado de conservadurismo, pero de la peor especie.
Hay un conservadurismo que plantea no cambiar las cosas cuando funcionan bien, pero en este tema, hemos visto uno que no quiere cambiar lo que funciona mal. A través de evidencia seleccionada de forma sesgada, se han levantado fantasmas sobre el cambio a un sistema menos presidencial, pero sin hacerse cargo de los problemas que el sistema actual tiene. Una parte de las propuestas presentadas en la Convención Constitucional modifican el presidencialismo con la inclusión de una vicepresidencia o un ministro coordinador, pero en el fondo mantienen la misma lógica de gobiernos de minoría que nos han arrastrado a la crisis actual. Parafraseando a Lampedusa, han planteado un cambio para que todo siga igual.
Para tener un debate honesto sobre el sistema de gobierno, es importante que revisemos la carga de la prueba: primero hay que hacerse cargo de los problemas del sistema actual antes de atacar las alternativas.