En la medida en que los países se desarrollan, las horas dedicadas al trabajo remunerado se reducen. Comparado con la década de 1950, la jornada laboral anual en Estados Unidos es hoy un 10% más corta, mientras que en Francia y Suecia es, respectivamente, un 40% y un 22% menor. Chile no ha estado ajeno a esta tendencia: desde 1986 a la fecha, en promedio en el país se trabaja un 20% menos de horas anuales.
Más allá de esta importante reducción, que en parte se explica por las modificaciones legales implementadas en el 2005, la jornada laboral sigue percibiéndose como excesivamente extensa. Ello ha motivado la formulación de reformas como la presentada por la entonces diputada Camila Vallejo, quien en 2017 propuso reducir la jornada legal de 45 a 40 horas a la semana. Ante el avance de esta iniciativa en la Cámara, el gobierno de Sebastián Piñera presentó a mediados de 2019 un proyecto alternativo de reducción de jornada que incluía la posibilidad de pactar jornadas más flexibles que lo permitido actualmente por la ley.
En su programa de campaña, el Presidente Boric retomó la idea, proponiendo bajar con gradualidad la jornada legal hasta llegar a las 40 horas. Interesantemente, en su Cuenta Pública de hace unos días, agregó que la implementación incluirá la adaptabilidad de la jornada, reconociendo que se requiere de nuevas fuentes de productividad para compensar los costos que significan tanto la reducción de jornada como el aumento del salario mínimo y de las cotizaciones previsionales.
Esto es importante porque además de larga, la jornada laboral en Chile es excesivamente rígida. Ella rige por igual para todas las empresas, en todos los sectores y en todas las temporadas, sin tomar en cuenta la heterogeneidad de necesidades de trabajadores, trabajadoras y empresas, ni los requerimientos de ajuste a situaciones específicas. En ocasiones, por ejemplo, empresas pequeñas deben dejar pasar oportunidades productivas porque tienen copadas las horas extraordinarias.
Como las relaciones laborales son asimétricas, es razonable preocuparse de que la adaptabilidad no signifique que trabajadores y trabajadoras terminen estando permanentemente disponibles para las empresas. Uno de los roles de la regulación es justamente que no se produzcan abusos. Por ello, la nueva jornada puede estar diseñada en línea de la protección que actualmente otorga la ley basándose en los mismos máximos de horas y días de trabajo continuo, y los mismos días de descanso, feriados y vacaciones.
En la misma línea, la adaptabilidad debe idealmente ser pactada con sindicatos y así resguardar los derechos laborales y asegurar que los cambios signifiquen ganancias para ambas partes, en particular si se trata de jornadas que abarcan períodos largos de tiempo (semestres o años). El segundo gobierno de Michelle Bachelet intentó introducir la posibilidad de negociar colectivamente con sindicatos pactos de jornada largos, pero el Tribunal Constitucional cuestionó la titularidad sindical. Una reforma constitucional abre esta posibilidad.
Además de Chile en los 2000, varios países han implementado reformas legales en décadas recientes acortando la jornada, entre ellos Alemania, Canadá, Corea del Sur, Francia y Portugal. La literatura que ha estudiado los efectos sobre el empleo y los salarios de este tipo de reformas arroja resultados mixtos. En términos muy generales, sin embargo, se puede concluir que los eventuales efectos negativos del alza implícita en los costos salariales se pueden atenuar —e incluso compensar— si la implementación es gradual y coincidente con una buena etapa del ciclo, y si además permite adaptabilidad.
La iniciativa de reducir la jornada laboral es valiosa. Detrás está la idea de elevar el bienestar de trabajadores y trabajadoras en el país, mejorando la conciliación de la vida laboral con otros ámbitos personales. Sin embargo, por sí sola tiene riesgos que deben considerarse y atenuarse lo más posible. En particular, es posible que no toda empresa pueda absorber el alza implícita de costos sin realizar ajustes en la contratación y salarios.
En otras palabras, es probable que una rebaja de la jornada por sí sola tenga efectos heterogéneos: que algunos trabajadores y trabajadoras eleven su bienestar, mientras que otros pierdan su empleo o deban buscar un segundo para compensar la pérdida de ingresos. La realidad es que no sabemos con precisión cuáles serían los efectos de un cambio legal así. Por ello es particularmente importante que el Gobierno haya anunciado que además de gradual, la implementación incorporará la posibilidad de jornadas adaptables, aumentando las chances de que las modificaciones generen los beneficios buscados.