Las últimas actuaciones del juez Urrutia llaman la atención no solo por el poco criterio de sus decisiones, o incluso por los evidentes riesgos de conflictos de interés que se han conocido, sino porque estamos acostumbrados a una noción de los jueces como funcionarios y no como actores políticos. Mientras más comprendamos las distintas dimensiones de la función judicial, más fácil será determinar qué es lo que corresponde en el comportamiento de un juez.
En medio del estallido social y sus repercusiones, el juez Daniel Urrutia terminó la prisión preventiva de 13 personas imputadas pertenecientes a la primera línea. Su decisión, revocada rápidamente por la Corte de Apelaciones, fue bien recibida por un número de actores políticos que vieron en ella una reivindicación de sus demandas postestallido. En el fondo, la figura de un juez, un funcionario de la ley, tomando partido por los ‘presos de la revuelta’, le otorgaba validación a su posición. En un país con una tradición judicial basada en la noción de que los jueces son interpretadores de la ley y no activistas, las acciones de Urrutia se convirtieron en una versión legítima de los hechos.
En las diversas acusaciones que se han hecho últimamente sobre ‘activismo judicial’, las que hay contra Urrutia son las más llamativas. Su reciente decisión de permitir videollamadas desde la cárcel lo puso en entredicho con Gendarmería. Pero el carácter político de la función judicial no tiene por qué ser tan explícita. Una de las demostraciones más recientes es la crisis de las Isapres, gatillada por la decisión de la Corte Suprema de ignorar su tradición de décadas y decidir que una de sus sentencias debía tener aplicación general.
Después de años en que las Isapres seguían aprovechando la inactividad de gobiernos y congresos sucesivos, los ministros de la Suprema decidieron tomar una acción política que puso en entredicho al resto de los poderes del Estado. Hoy, en medio de un debate complejo en el Congreso, los sectores políticos batallan para lograr una solución que permita la supervivencia del sistema de salud. Todo esto, gatillado por un Poder Judicial cansado de tener que limpiar los errores u omisiones de los otros actores políticos. Con un tinte menos sensacionalista que Urrutia, la decisión de la Suprema sobre las Isapres es otro ejemplo más de que los jueces tienen -y siempre han tenido- un rol político en una democracia.
Entonces la pregunta es si vale la pena escandalizarse porque los jueces tengan opinión política y actúen en conciencia. Mi respuesta es que no, pero que sí es importante reconocer los límites. Siempre ha sido un secreto a voces que los jueces obedecen a ciertos parámetros ideológicos. Los exámenes que hace el Senado ante nombramientos en la Suprema o el Tribunal Constitucional siempre están llenos de referencias a los fallos en temas clave como protección al consumidor, derechos humanos o justicia criminal. La decisión pasa más por cómo fallan y no tanto por sus argumentos. Pero una cosa es reconocer que los jueces tienen derecho a albergar ideas sobre cómo se organiza la sociedad y que lleven adelante su labor conforme a esas ideas. Otra cosa distinta es tomar decisiones que ponen en riesgo la estabilidad y seguridad de nuestro sistema y políticas públicas. En eso último, Urrutia queda fuera del juego.27