La defensoría de las víctimas en la propuesta constitucional: ¿una innovación positiva?
10 de November de 2023
En las últimas semanas se han escuchado varias voces que destacan como uno de los aspectos más positivos de la propuesta constitucional y, a la vez, como una de sus principales innovaciones, la creación de la Defensoría de las Víctimas. En esta columna argumentaré que no se trata de una innovación, pero especialmente que ella se basa en algunos supuestos erróneos y que podrían generar efectos negativos para el funcionamiento del sistema de justicia penal, incluidas las propias víctimas.
Partamos primero con el punto de la novedad de la propuesta. Se trata de un tema que venimos discutiendo en el país hace décadas y desde hace más de 12 años nuestra Constitución vigente ya contempla una cláusula (artículo 19 N° 3 inciso 3 introducido por la Ley N° 20.516, de 11 de julio de 2011) que habilitó la creación de una defensoría de las víctimas al establecer que correspondería a la ley determinar los casos y la forma en que las personas naturales víctimas de delitos podrían acceder a asesoría y defensa jurídica gratuita. No pareciera entonces que nuestro problema haya sido la falta de reglas constitucionales en la materia.
La propuesta actual regula esta materia en un capítulo propio, el XI (artículos 174 a 176), en el contexto de la creación de un servicio de mayor magnitud, como lo sería el de Acceso a la Justicia y Defensoría de las Víctimas. En este esquema, la Defensoría de las Víctimas sería un componente del servicio (art. 176) y regula como uno de sus objetivos centrales prestar representación jurídica a las víctimas personas naturales en la persecución penal de los delitos y el ejercicio de acciones destinadas a obtener reparación (art. 176.1.a), además de otras funciones de asesoría, acompañamiento psicológico y social y atención integral (art. 176.1 b y c). Esta propuesta sigue de cerca el modelo contenido en un proyecto de ley que fue presentado en enero de 2021 por el Gobierno de Sebastián Piñera (Boletín 13.991-07) y cuyo trámite legislativo ha estado radicado en la Cámara de Diputadas y Diputados desde ese entonces. Otra vez, entonces, nada muy nuevo bajo el sol.
Vamos ahora a los problemas asociados a los errores en los supuestos que han fundado la propuesta. Uno de ellos es la idea —que se repite— de que si el imputado tiene derecho a un abogado proporcionado por el Estado, las víctimas también debieran tenerlo, para equiparar su posición en el proceso. Esto desconoce que los procesos penales contemporáneos, a nivel mundial, no operan en una lógica de entender que el conflicto penal sea entre imputado y víctima, sino entre el imputado y el Estado, quien asume la responsabilidad de investigar y sancionar los delitos, sustrayendo esa labor a los particulares, con propósitos de racionalización y mejorar condiciones de eficacia de la respuesta penal. Para ello, el Estado dispone de una enorme maquinaria de persecución penal compuesta por fiscales, policías y un conjunto de otras agencias que los auxilian (por ejemplo, instituciones que producen evidencia experta, como el Servicio Médico Legal), todos quienes, además, tienen múltiples y fuertes deberes constitucionales y legales de entregar protección, atención y trato adecuado a las víctimas, de mantenerlas informadas de sus casos, de promover su reparación y de evitar su victimización secundaria, entre otros.
No es correcta entonces la imagen de que el proceso penal sería una suerte de ring de boxeo en donde víctima e imputado se enfrentan en una situación de desigualdad para la primera. Por el contrario, el proceso penal se juega en una cancha en donde diversas agencias estatales, con muchos más recursos y poder que el imputado, llevan adelante la persecución penal en su contra, debiendo en esa labor resguardar los derechos de las víctimas y procurar su satisfacción. En este escenario, el abogado de los imputados es una condición básica para asegurar la legitimidad de las sanciones que se le puedan imponer (considere, además, que el mayor porcentaje de casos que conoce el sistema no cuenta con imputado conocido y, por lo mismo, no existe abogado de defensa en ellos).
Nuestra legislación vigente, que ha sido objeto de diversas modificaciones en esta materia en los últimos años, establece lo que podríamos considerar es un régimen de derechos en favor de las víctimas bastante generoso desde una perspectiva comparada. Es obvio que siempre se trata de un ámbito perfeccionable y, por cierto, en donde existen brechas importantes entre el ideal de las normas y su concreción en la práctica, que deben ser superadas. En este contexto se suele argumentar un segundo supuesto erróneo para justificar esta propuesta, que los problemas prácticos que enfrentan las víctimas en el proceso penal, especialmente las dificultades del sistema para investigar y sancionar delitos, podrían superarse si es que ellas contaran con un abogado proporcionado por el Estado para que las represente a través de la deducción de querellas a su nombre. Esto explicaría que la primera función asignada en la propuesta constitucional sea precisamente la de representación jurídica con estos propósitos y que buena parte de los debates giren en torno a esta idea, especialmente aquellos que indican que la propuesta constitucional mejorará la seguridad pública.
La mala noticia es que la evidencia disponible en nuestro país, en los estudios empíricos que han intentado determinar el impacto del rol del querellante en nuestro proceso penal, coinciden en que su presencia no genera mejores resultados en la persecución penal ni aumenta la probabilidad de que la víctima obtenga una respuesta satisfactoria como consecuencia de su intervención (Báez, 2011; Centro de Estudios de la Justicia de las Américas, 2017; Mitchel, 2018). Las razones de esto son más o menos obvias, los problemas de eficacia de la justicia penal no parecen estar en la falta de abogados querellantes, sino que en complejos y diversos problemas de capacidad institucional de las agencias estatales responsables de la persecución y sanción de delitos, y de otros factores estructurales de funcionamiento del sistema que requieren el desarrollo de políticas públicas muy diversas y específicas para ser superados. Por ejemplo, las causas que generan a los archivos provisionales no cambiarán si es que existen abogados querellantes.
Debe destacarse, además, que el bajo impacto de los querellantes se produce en un contexto en el que su presencia en nuestros procesos penales es menor y, por lo mismo, en donde las condiciones de prestación de servicio en principio podrían ser mucho mejores que aquellas que se pudieran entregar si este servicio se masifica y aspira tener una cobertura universal. En efecto, datos del Poder Judicial entre los años 2006 y 2015 muestran que la presencia de querellantes en audiencias judiciales se mueve entre 0,5% y 2% del total, dependiendo del tipo de audiencia. La propuesta constitucional no es muy clara en este punto, pero pareciera inclinarse por establecer una oferta universal, ya que solo se refiere a la posibilidad del legislador de delimitar los casos en que sus servicios se otorgarán gratuitamente, pero no aquellos en que se deba prestar el servicio.
En ese escenario, para responder a su mandato el servicio de víctimas debiera contar con un ejército de abogados que, por razones presupuestarias, pero además de viabilidad técnica (no hay tantos abogados de calidad disponibles), constituirán un grupo que seguramente ofrecerá prestaciones básicas y con recursos limitados. No es esperable que en ese escenario su contribución sea, en promedio, mejor que la escasa que la evidencia muestra y, con probabilidad, sea de aún peor calidad, precisamente por su masividad. Todo esto, sin siquiera considerar las enormes complejidades en la implementación de un servicio del tamaño requerido (recuerden que la defensoría de las víctimas es solo una parte de este y además que, a diferencia de los imputados, sea posible identificar víctimas en un porcentaje mayoritario de los casos que entran al sistema).
¿Qué, en cambio, sería posible esperar de estos abogados? Debido a las condiciones de prestación de servicio esperables, lo lógico es que su gran labor de litigio se focalice en impugnar o cuestionar decisiones del sistema que, aún cuando racionales y justificadas, puedan de alguna manera afectar a los intereses de las víctimas. La especialidad de nosotros, los abogados, es reclamar, y sin muchos recursos ni tiempo para hacer otras cosas, lo lógico es que nos dediquemos a eso. El impacto evidente, como sugiere alguna evidencia comparada, es que la masificación de impugnaciones y requerimientos (reclamos) hará que los ya escasos recursos investigativos del sistema tengan que invertirse en porciones relevantes en responder y sobrejustificar decisiones racionales. En definitiva, en un aumento significativo de la carga burocrática de trabajo del sistema (incluyendo alargamiento de los procesos) y no en la mejora de resultados de persecución penal. Dudo que esto sea lo que las víctimas esperan a partir de la oferta que se les ha hecho en el debate público. Ni hablar de la contribución que esto pueda tener en mejorar la seguridad pública en el país.
De mano de lo anterior, otro supuesto erróneo detrás del diseño propuesto es que las necesidades principales de las víctimas son la asesoría y representación jurídica. La evidencia sugiere más bien que las demandas de las víctimas suelen enfatizar la necesidad de mejorar el trato y atención del sistema, la calidad y oportunidad de la información que reciben, su protección y el apoyo en prestaciones no legales. La representación jurídica forma parte de dichas demandas, pero no es la principal. La propuesta parece invertir esto y transformar en principal aquello que debiera ocupar un rol más bien secundario. En un contexto de recursos limitados, todo peso que se ponga o invierta en un ámbito (en este caso representación jurídica) compite con los otros (salud, bienestar psicológico, etc.). Un riesgo natural de esto es que tengamos un sistema con muchos abogados, pero pocas o nulas prestaciones que salen de lo legal. ¿Quedarán mejor las víctimas en este escenario?
Ninguno de mis argumentos se opone a que sea necesario avanzar en la creación de alguna institucionalidad como la defensoría de las víctimas. Creo incluso que ella podría servir para mejorar en varios de los ámbitos problemáticos que la evidencia muestra se producen en la actualidad. Con todo, estoy convencido de que, en ese evento, debiera tratarse de un modelo pensado en forma distinta al de la actual propuesta constitucional. Me parece que el núcleo de un servicio de este tipo debiera estar en una mirada técnica y profesional centrada en la mejora continua de la calidad de la experiencia y protección de derechos de las víctimas en el sistema, lo que incluso puede incluir la representación jurídica como un componente en ciertos casos y no como oferta universal y principal. Esto supondría un diseño diverso al de la propuesta y que, por su complejidad, no veo sea posible plasmar en detalle en un texto constitucional, sino que debiera ser propio del desarrollo legislativo y de la política pública.