Uno de los puntos controvertidos del proyecto constitucional es la noción de plurinacionalidad. Bajo el discurso de que somos “un solo país” se justifica la alarma por una supuesta división del mismo. Para algunos, el reconocimiento de pueblos originarios “fue muy lejos”. Detrás aparecen críticas a la igualdad de derechos para personas que son ciudadanas o extranjeras. Incluso, se han esbozado críticas similares a la división territorial del poder, basada en la noción del Estado regional. Más que ignorar esos discursos, creo que es relevante hacerse cargo de los temores que se levantan, sobre todo su origen en nuestros mitos fundacionales.
Por décadas, colegios en todo Chile enseñaron una visión de la formación del Estado chileno basada en ideas como las de Sergio Villalobos, que defiende hasta hoy una supuesta inferioridad cultural de nuestros pueblos originarios (aunque su encono es principalmente con el pueblo mapuche). Pero lo cierto es que nuestra historia está plagada de ejemplos de racismo institucional. Desde la Ley de inmigración selectiva de 1845, que envió a Vicente Pérez Rosales a reclutar ciudadanos europeos para poblar tierras ocupadas por pueblos indígenas, hasta el persistente ninguneo a la existencia de chilenos afrodescendientes. Nuestro país ha sido construido sobre la asimilación, sobre el mito de la raza chilena y de un mestizaje omnipresente. Pero ese mito también incluye una centralización agobiante, un rol secundario a las mujeres y una concentración de poder poco comparable.
Creo que hay un acuerdo amplio de que el proceso constituyente estuvo lejos de ser un ideal deliberativo. El maximalismo se tomó el ritmo, y solo la exigencia de los dos tercios fue capaz de moderar y guiar el resultado final. Sol Serrano hablaba de que la Convención había fallado en “habitar la República”, pero lo cierto es que esa República por habitar es una basada en mitos.
Mientras la Convención fue un reflejo oscuro de nuestras propias fisuras y diferencias, el texto constitucional propuesto abre la puerta a enfrentar nuestros mitos. No se trata de romper la idea de un solo país, sino de complejizarla a través de las experiencias y realidades de cada región, pueblo y segmento. La República no se habita de un modo único, sino que de muchos. La propuesta constitucional, con sus luces y sombras, es el primer esfuerzo que hacemos en construir una sola República, pero desde distintos modos y orígenes.
Más que de repetir miedos sobre una supuesta división de nuestro país, es hora de comprender que esas divisiones existen y que ya perdió el sentido mantenerlas escondidas en andamiajes institucionales. Necesitamos una República donde se expresen los distintos pueblos que habitan nuestro territorio, con criterios paritarios, con autonomías regionales. Una República ya no se construye desde la asimilación y la fuerza, sino que desde asumir nuestra propia complejidad. El proceso constituyente representó esos conflictos, pero propuso una forma de resolverlos. La copia feliz del edén es a colores, no en blanco y negro.