Volvemos a esta ciudad espléndida, y es como si nunca la hubiésemos dejado, en parte porque su espíritu es su permanente transformación, una idea abstracta de progreso que se advierte en el paisaje, y en la atmósfera, la actitud de sus habitantes. Nuevos edificios surgen de la nada y hay vistosos proyectos de espacio público. Los neoyorquinos caminan siempre igual: alertas, dignos y elegantes, incluso; a paso rápido, la frente en alto y una disposición resuelta. Todo transmite emprendimiento y energía; las calles son estimulantes gracias no solo a la vanguardia de sus construcciones recientes, sino a un patrimonio arquitectónico muy bien conservado desde el siglo XIX (la mayor parte de la ciudad es de mediana altura), con las veredas repletas de actividad. El arbolado es impecable; en pocos años se han trazado kilómetros de ciclovías sobre las calzadas existentes y su uso es intenso. Siendo una ciudad acuática, como son las mejores del mundo, nunca pierde su vocación. Complementando su excelente sistema de transporte público, se acaba de inaugurar una red de ferries que zigzaguean velozmente entre los muelles del Río Este, uniendo a Manhattan con Brooklyn y Queens.
En pocos años han aparecido hitos urbanos que modifican la silueta de la ciudad por primera vez en décadas. Ha surgido una multitud de edificios de vivienda altísimos y delgados como lápices (‘Pencil Towers’), prodigios de la ingeniería. En Hudson Yards, encima del inmenso patio de maniobras ferroviarias que existe junto al río Hudson desde la época de oro del ferrocarril y cuando esa ribera era el gran puerto de la ciudad, hoy se levanta un ‘megaproyecto’ urbano de gigantescos inmuebles de oficinas, vivienda, comercio, cultura y hotelería sobre amplios espacios públicos conectados con el nivel de la calle a través del célebre Highline Park, paseo lineal y elevado sobre lo que también es un vestigio de la extinta red de transporte ferroviario industrial. Otra importante obra reciente ha sido la nueva estación de trenes Moynihan, rehabilitación de la que fuera la casa matriz del Correo de Nueva York, contigua a la histórica estación Pennsylvania, hoy subterránea y cuyo fastuoso edificio principal, construido en 1910 al estilo de las termas imperiales romanas, fue demolido en los años 60, a pesar de las protestas públicas, para reemplazarlo por el auditorio Madison Square Garden. Fue tal el dolor y la indignación de la ciudadanía por la pérdida de la antigua estación, que gatilló la organización del movimiento conservacionista, y esta nueva operación satisface una reivindicación pendiente desde hace 60 años. En la otra ribera del Río Este se termina de levantar la deslumbrante Torre Brooklyn, en un estilo reminiscente de los rascacielos neogóticos de inicios del siglo XX, pero con una impecable y austera modernidad.
Nueva York es una sociedad, en una isla, que comprende que el éxito de la vida urbana radica en el éxito de la calle, en la protección y multiplicación del espacio público. Es diversa en su humanidad, pero muy civilizada, donde todos caminan como príncipes, tal vez para resistir la voraz competencia por subsistir –que tan solo lograr vivir en la ciudad es un triunfo–, pero también donde todo es posible, la gloria incluida.